UN HOMBRE PELIGROSO

  • El fusilamiento de Severino Di Giovanni |

Cuando se abrió la puerta de la celda, un hombre de levita negra se asomó y observó al detenido. Esperaba hallar a una persona derrotada, demandante de piedad, que apenas levantase la cabeza como quien busca alguna esperanza donde sabe que no la hay. Sin embargo, para su sorpresa, se cruzó con una mirada calma, un rostro extrañamente sonriente. Como quien se encuentra ante un animal enjaulado, el «barón» y yerno del todopoderoso Roca, se sintió valiente y preguntó: «¿Está usted arrepentido, Severino Di Giovanni?». Afuera, los medios aguardaban impacientes mientras un desfile de personalidades ingresaba a la penitenciaría. Era un espectáculo sin igual y nadie quería perdérselo. En ese momento, el condenado respondió sin demasiado interés: «¿Y usted quién es para venir a molestarme con preguntas?».

Había llegado el día y poco habían podido sacar de él pese a las torturas y los interrogatorios. Severino diría ser artífice y responsable de cada uno de los delitos de los que se le indagaba, aun si ni siquiera había estado en el lugar. Se haría cargo de cualquier atentado, fuera cierto o no. Buscando ostentar sagacidad, el dictador Uriburu dirá que esto era para «evitar que sus compañeros de ideas» cayeran junto a él. A las 5 de la mañana, los soldados llevaron al detenido hacia donde sería fusilado. Hasta el último segundo, Severino estaría encadenado de manos y pies por pesados grilletes. Ni todas las fuerzas represivas parecían suficientes y nadie quería correr el riesgo de perderlo de vista.

Terminada la larga lectura de la sentencia, en el lugar reinó un frío e incómodo silencio. Cuando el pelotón se ubicó al frente, Severino tuvo tiempo de observarlos uno a uno. Por detrás, un soldado apareció para vendarle los ojos, pero terminó desistiendo ante la negativa del anarquista. Tal vez por temor a que rebotaran las balas, el pelotón retrocedió unos pasos. Ahora sí se oye la orden de mantenerse firmes y, ante la mirada del condenado, los soldados obedecen. El segundo previo será atravesado por un fuerte grito que irrumpirá entre los presentes: “¡Evviva l’anarchia!”.

Y “fuego”. Un oficial se acerca a corroborar y, por las dudas, remata. Otro se anima a soltar los grilletes. Algún funcionario, probablemente, pensará que podría dormir más tranquilo esa noche. Los operarios mediáticos lo vestirán como un delincuente, despojándole toda cualidad de luchador social y rasgándose las vestiduras por una violencia que, tantas otras veces, aplaudirán y justificarán. No hay atisbos de recordar al antifascista, de analizar la violencia desde abajo como respuesta lógica a la violencia oficial. Esa tarea, como siempre, será del pueblo. Severino murió fiel a sus ideales, lejos de la monotonía, de la resignación, de las conveniencias. Vivió para el resto, enfrentando al sistema con sus mismas armas, sin inclinar la cabeza: “por eso me consideran, y soy, un hombre peligroso”.