Por Luciano Colla – Facundo Sinatra Soukoyan | Entrevista a Emperatriz «Monena» Márquez, ex presa política y militante del PRT |

Muchas veces, un simple recuerdo funciona como un disparador para una gran cantidad de historias que se encuentran celosamente guardadas en el subconsciente. Momentos que la memoria atesora en algún lugar sabiendo que no hay que olvidarlos. Así, con estas palabras, comienza Emperatriz Márquez, «Monena», a contarnos su vida, su militancia en el PRT y las vivencias que la lucha le fue dejando. Pasaron 50 años de aquel día en el que participó de la fuga del penal de Rawson, y hay cientos de imágenes y momentos imposibles de borrar.
Monena se crió en Tucumán, en una familia campesina de clase media empobrecida. Allí vivió su adolescencia hasta que, en noviembre de 1970, producto del avasallamiento que se vivía, de la falta de libertad y de derechos, comenzó a involucrarse en las luchas populares. Eran tiempos de «auge y de ebullición de movilizaciones obreras y estudiantiles, del pueblo, de grandes pobladas». Una generación atravesada «por el pensamiento latinoamericano dado por el Che y de raíz indigenista». De la mano de este incipiente compromiso político, se acercó al PRT, «la organización más activa en ese entonces en la provincia». Poco a poco, recuerda, «las cárceles se iban llenando de gente que recién empezaba a hacer una mirada de compromiso social y a unirse a la lucha».
Llegar a relacionarse con gente del PRT no fue difícil. Por esos años, «en el norte había muchísimos contactos, era un semillero». Y, si bien todavía no tenían demasiada formación, sí tenían «una fuerte convicción de que había que reaccionar, luchar, movilizarse». No pensaba, en ese entonces, si estaban dadas las condiciones, «salía a la calle, salíamos a luchar. Nos defendíamos con lo que podíamos».
Y no era algo de unos pocos. La bronca y la indignación ante la quita de derechos de la dictadura de Onganía se fueron transformando en puebladas en las que era «difícil no tener una participación, porque la situación económica afectaba a todos». Fue así que, un día, esa joven ama de casa y estudiante comenzó su historia en el PRT.

– ¿Cuál era el motor que te movilizaba en esos tiempos?
– Yo creo que nos movía la bronca, la indignidad, la falta de libertad y de derechos, pero, principalmente, de derechos ya logrados. Cuando uno vive los derechos, no los resigna más, se hacen carne. El derecho de estudiar, a una vivienda, a un trabajo, a la salud, a vivir en paz. Y, si uno es consciente de que eso fue producto de luchas de otras generaciones que han derramado mucha sangre por conquistarlos, comienza a valorarlo y a defenderlo. ¿Te imaginás lo que debe haber sido para los obreros azucareros que antes trabajaban bajo formas casi feudales en Ledesma (como hasta el día de hoy)? Mi cuñado, Luis Aredez, fue desaparecido por desenmascarar la situación de los originarios que eran capturados por la gendarmería y traídos en trenes de carga como animales y la mortandad de niños por falta de medicamentos. La inhumanidad de esa empresa frente a la humanidad. Algo que no cambió.
– Y en ese contexto, ¿qué proponía el PRT?
– El PRT nos habló del socialismo, de revolución. De cambiar de sistema y de querer un sistema humano, más igualitario para todos, con un bienestar para todas las poblaciones. De un reparto de riqueza equitativa. Nos habló de plusvalía, concepto que yo no conocía. Nos habló del indigenismo y de Latinoamérica, una corriente que fortaleció muchísimo al PRT en el norte, por lo menos en Tucumán y Santiago. Todo esto fue lo que hizo que nosotros quisiéramos formar parte y organizarnos con el movimiento.

– ¿Cómo fue que terminás presa en el penal de Rawson?
– Al poco tiempo de unirme, comienzo a formar parte de actividades y se me pide estar en una casa operativa. Allí, con mi esposo, vamos a ser la parte visible de ese espacio y, no mucho después, caemos detenidos. Me llevan a la brigada de Tucumán y después, con todo el contingente de presas, a Devoto. Por último, para el 20 de junio (de 1972), me trasladan a Rawson.
El penal para ellos era una cárcel de máxima seguridad. Yo llego con mi esposo y, al poco tiempo, nos van a visitar mis dos cuñados porque no sabían en qué estado estábamos. De ahí en más, la cárcel fue como estar en casa: había que seguir estudiando, instruirse, incluso en todo lo que significa formación política y económica. Había que afirmar un pensamiento de liberación, de cambio, de una sociedad más justa. Y, por otro lado, fugarse, porque nuestra función no era estar ahí. Nuestra historia era afuera, con el pueblo y ser pueblo.
Ahí me incorporo a todas las actividades que hacíamos en el pabellón, por ejemplo, de preparación militar, que era más bien de autoprotección. No sabíamos si podía armarse un tiroteo, entonces teníamos que estar parapetadas, sabernos cubrir, autodefensa.

– ¿Cómo era el día a día en el penal?
– Recuerdo muchas charlas. Yo estaba en el pabellón de enfrente al de la Sayito (Ana María Villarreal, militante de PRT y compañera de Mario Roberto Santucho) y Susana Lesgart. Nos encontrábamos en el recreo y charlábamos mucho. Salíamos superabrigadas porque hacía un frío de muerte. Me encantaba hablar con Sayo, era tan tranquila. Las norteñas tratamos de encontrarnos donde vamos, es como que hay una manera de relacionarnos, nos buscamos. También tenía diálogo con compañeros de abajo, porque rompimos algunos vidrios que eran para dar luz y quedamos comunicados.
Y hay algo importante que uno con el tiempo valora más: la función del pueblo de Rawson y Trelew. Qué solidarios, qué comprometidos con nuestra situación. Les abrieron las puertas a nuestros familiares, que venían desde distancias tremendas y con pocos recursos, para que pararan en sus casas. Decidieron ayudarnos, ser el contacto con esos familiares que, a su vez, les contaban quiénes éramos. Gente joven que quería conocernos nos llevaba noticias y daba una mano sacando información que nosotros necesitábamos que saliera. Es decir, fueron una red de conexiones en medio de esa política de aislamiento, principalmente, con los líderes y referentes revolucionarios, los cuadros máximos de cada organización. Querían aislarnos y no lo lograron, porque se incrementó la relación y también la comunicación.
Después, estaban las visitas. Estaban los apoderados que venían a vernos, a ver a Robi, a Tosco, gremialistas, compañeros. Eran reuniones colectivas, así que nos presentábamos, nos reconocíamos de otras militancias.
– ¿Y recordás cómo surge el plan de fuga?
– Yo no sabía que se estaba preparando, y nunca imaginé que nos podíamos fugar. Estaba hace poco tiempo ahí. Para ese momento, estaba conociendo a las compañeras, insertándome en el grupo.

– ¿Cómo te enterás?
– A mí me avisan el 15 al mediodía. Obviamente, todo con un silencio hermético, solo las instrucciones básicas y la referente que teníamos para cualquier información o lo que necesitáramos. Nadie habló una palabra. Ni se nos ocurría comentar nada, ni a la compañera más amiga. Indiferencia total y seguíamos con nuestras actividades como si fuera un día normal. Nos hicieron dos recordaciones: que la ropa debía ser abrigada y oscura y, por otro lado, poco alimento. Al principio sentí susto, era un enorme operativo en el que salíamos todos. Éramos 130, algunos dicen 160, yo no recuerdo, no tengo la precisión. Eran varios pabellones.
– ¿Y cómo fue el día de la fuga?
– Si mal no recuerdo, nuestro operativo comienza a las 5 de la tarde. En un momento, unos compañeros nos abren las celdas y nos dan la orden de salir. Fuimos por una escalera, por galerías, pasillos y nos íbamos deteniendo frente a las indicaciones que nos daban. Había mucho nerviosismo. Yo miraba buscando a mi marido y no lo veía. Así avanzamos por el penal en fila india hasta que, cuando llegamos a estar a 30 m de la puerta, el grupo se frenó. Recuerdo llegar a mirar la calle, la tierra.
Un poco más adelante, casi en paralelo, había otra columna donde estaban los cuadros, los que tenían más años. También había obreros, campesinos, azucareros, estudiantes, de todo. Mujeres y varones. Tengo la imagen grabada de la sonrisa de la Sayito y de Susana Lesgart allí. Son recuerdos que me quedaron.
No pensaba que íbamos a salir todos, yo veía la cantidad que éramos. Cada uno estaba muy concentrado en las instrucciones de los compañeros que circulaban. Y, cerca de las 19 o 20 horas (no recuerdo exactamente, pero ya estaba oscuro), nos dicen que debemos retornar. Que teníamos que concentrarnos en un solo pabellón, colocar protección con colchones y esperar la negociación para nuestro resguardo físico. Normalmente, había como 300 efectivos de seguridad, entre gendarmería, servicio penitenciario, estaba la marina cerca, la policía provincial, y escuchábamos balaceras para aterrorizarnos. Recién a la madrugada nuestros compañeros pueden negociar y nos trasladan a celdas individuales.

– ¿Qué trato recibieron quienes quedaron en el penal?
– Fuimos limitados de todos los beneficios. Fuimos aislados, cada uno en una celda con los pocos elementos que teníamos, que eran colcha y el colchón. Nos pusieron una guardia de seguridad muy fuerte. Ellos tenían la costumbre de golpear contra las rejas, lo viví mucho en Devoto, pero acá no teníamos rejas como en una celda, estábamos aisladas entre paredes y un pequeño cuadradito que nos comunicaba al pabellón. Aun así, de todos modos, nos gritaban. Un amedrentamiento.
Decidimos que una persona en representación hablara con el Servicio Penitenciario. A los gritos exigíamos querer ir al baño, querernos bañar o atención médica. Y la delegada nuestra, Alicia Sanguinetti, apoyaba a todas las compañeras y nos enseñaba a prepararnos para tener un resguardo físico en caso de que algo saliera mal. Ella se comunicaba con el personal para exigir nuestros derechos.
– ¿Hoy cómo recordás esos días posteriores?
– Yo tengo la sensación de haber vivido con alegría la fuga de los compañeros. Sentí que me fortalecía, que había sido un éxito. Nosotros no pudimos salir, pero los que lo han logrado, siendo quiénes eran, ya era un triunfo. Porque éramos personas comunes, con un profundo sentido social.
Recién al salir de la cárcel fui nombrada como parte del PRT. En ese momento era una colaboradora, pero me sentía parte de ese grupo humano que buscaba dignidad para todos. Miraba más allá de mí, de mi sector social, de mi familia, porque uno se acostumbra a mirar solamente el entorno. Eso me lo enseñó el partido y creo que esa fue una enseñanza de por vida. Saber que, si todos no vivimos bien, la lucha continúa. Si todos no tenemos vivienda o derechos iguales, la lucha continúa. Esa mirada, ese sentimiento es el que nos lleva a alegrarnos, a priorizar y expresar esa alegría. Aun en ese aislamiento individual.

– ¿Les llegó la noticia de los fusilamientos?
– Sí, ese día fue de mucho odio e impotencia. En ese momento, era tal la indignidad y el dolor que teníamos que gritamos «asesinos, asesinos». No nos importaba que nos fusilaran ahí. Nunca, jamás, hemos creído ese plan de fuga. Tengo el recuerdo de que no me importaba que me sacaran y me mataran, pero se los decía. Y éramos todas, desde otros pabellones, hasta los presos comunes. Tosco habló -yo no lo escuché, pero me contaron- y dio un discurso muy emotivo en homenaje a los compañeros. Siempre supimos que habían sido fusilados porque sabíamos quién era el enemigo, cuál es el grado de odio hacia el campo popular que tenían y tienen hasta el día de hoy.
– Y luego las trasladan.
– Sí, después nos trasladan verdugueándonos, golpeándonos, hacinándonos, sentadas en el piso en un avión Hércules. Ese viaje fue atroz, porque nos sacaron con violencia. Los golpes venían de todos lados, hombres del servicio penitenciario. Y las mujeres también.
Nos llevan a la cárcel de Devoto y después salgo con la amnistía de Cámpora el 25 de mayo de 1973. Recuerdo que éramos muchos del interior. Recuerdo gente de Tucumán, Salta, Jujuy, Santiago, La Rioja. Muchas compañeras y compañeros que después fueron secuestrados-desaparecidos durante la dictadura genocida. María Antonia Berger, Alberto Camps, Roberto Santucho, Marcos Osatinsky, Roberto Quieto, el Gringo Menna… de todo ese grupo, el único que logró salir, el único que está vivo, es Vaca Narvaja.
Salimos sin documentos, no tuvieron tiempo de hacérnoslos. La verdad es que era difícil con los grupos de derecha del peronismo, los grupos de tareas. Al poco tiempo, tengo pedido de captura y vuelvo a entrar de nuevo a la clandestinidad. Es otra etapa de mi vida. Vuelvo a ser detenida en el 75 y estoy presa hasta el 83 en diferentes cárceles.



– ¿Y cómo ves hoy, desde el presente, toda esta historia y esos años de lucha?
– Para mí es importante contar la historia, pero no desde una mirada heroica o dramática. No me interesa eso. No se me ocurre tampoco que las nuevas generaciones hablen de heroísmo. Siempre digo que cada uno es la expresión del contexto histórico que vive. A nosotros nos tocó vivir procesos profundos, revolucionarios. En Cuba, en Vietnam, la descolonización en África, pueblos que se liberaron y lograron grandes conquistas. Nosotros vivimos la idea de revolución. Vivimos en dictadura y reaccionamos frente a esa dictadura. Casi todos hemos nacido en el período de Perón, vivimos la resistencia, vivimos la proscripción. Ni recuerdo la democracia. Diferente a las generaciones de ahora que nacieron y crecieron en democracia y su contexto histórico les marca otras formas de luchar.
Hoy hay múltiples organizaciones sociales, pero siento que hay disgregación, dispersión política, una falta de un liderazgo que aglutine todo eso. Habrá que seguir construyéndolo, porque todo se hace con lucha y exigencia. El Estado responde si hay lucha, pero, si hay indiferencia, si hay «qué me importa» o «este no es el momento», nos va a costar más. Indefectiblemente, el pueblo modifica historias. Cada generación tiene sus responsabilidades en cada etapa. A nosotros nos tocó ser protagonistas y no éramos alta formación ideológica, éramos emoción, convicción, entrega hacia el otro. Sigo aprendiendo ahora de las nuevas generaciones, muchísimo. Del concepto de feminismo, toda una mirada nueva que cambió mi perspectiva de género. Siempre trato de construir, de unir. Esa es mi vida.