Por Facundo Sinatra Soukoyan – Luciano Colla |
Más de una década tras las rejas y una democracia que llegaba prometiendo tiempos mejores. Una generación que brotaba entre el calor de las revueltas y los sueños de cambiarlo todo. Charlamos con Eduardo Anguita -periodista, escritor y docente- sobre su vida, el PRT y sus luchas. Una de esas historias de antihéroes que hay que seguir contando.

– Entre tus 13 y 17 años viviste golpes de Estado como el de Onganía, conociste al padre Mugica y concurrías a asambleas en la CGT de los Argentinos donde había personalidades, como por ejemplo Rodolfo Walsh, ¿cómo recordás esos años?
– Me parece muy interesante arrancar por allí, porque fue un período bastante excepcional. Uno suele creer que los momentos que le tocan transcurrir a uno e inscribir su identidad son momentos excepcionales. La Argentina siempre tuvo un nexo muy importante con la cultura europea. Fijate lo que fue el episodio del Mayo Francés, que llegó tan fuerte a las universidades nacionales. Aquel momento convocó al protagonismo -uno dirá- de minorías, porque la militancia de aquellos años relatada de una manera superficial parece que fue de cientos y cientos de miles de militantes. Pero este mito urbano de que toda la juventud salió a la calle es como muchos mitos urbanos que abonan creencias políticas, sociológicas, religiosas. Es decir, la identificación que generó el hecho de que grupos minoritarios cumplieran con un destino que cada tanto se produce en los jóvenes, que es tomar sus propios ideales, sus propias organizaciones, eso existió. Creo que hay que dimensionarlo, porque si no dimensionamos que aquello fue un fenómeno de minorías y de vanguardias, estamos ante un problema muy delicado.
En mi caso confluyeron dos fenómenos sociales que en ese momento se conjugaban. Uno fue el fenómeno social expansivo de una adolescencia en un colegio universitario, porque el Nacional de Buenos Aires dependía de la UBA, que estaba intervenida por los militares. Había una militancia bastante arraigada, sobre todo de la Federación Juvenil Comunista (que tenían cercanía a Agustín Tosco y, en consecuencia, también a Raimundo Ongaro, que era peronista). Esa militancia del Nacional de Buenos Aires que se acercaba a las asambleas -que nos permitían hacer en la CGT de los Argentinos- no tenía todavía al peronismo.
Yo estaba con el grupo de jóvenes católicos que íbamos a hacer catequesis los viernes con Carlos Mugica. Él tenía otra mirada totalmente diferente: tenía cristianismo y revolución. En una oportunidad, en el año 67 (porque la intervención a los ingenios tucumanos fue en ese año), convocó a unos dirigentes de la juventud obrera católica. Para mí, haber conocido la villa 31, para ir a tirar la plomada y poner ladrillos, para pegarle a una pelota de parche, era todo un descubrimiento. Ver a esos jóvenes, obreros católicos tucumanos, era como darme cuenta que la tierra no era plana. Fue un impacto muy grande.
– Vos relatás un evento, a tus 17 años, donde esta maduración te lleva de lleno a entrar en la militancia. Pero hay algo interesante que decís, y es que no es que fuiste cooptado, si no que fuiste a ver cuáles eran las opciones y tomaste una: entrar al PRT. Me gustaría saber por qué, ¿qué es lo que particularmente te atrajo o viste de distinto a otras organizaciones?
Fue una decisión muy inmediata. Yo tenía la suerte en ese colegio de recibir volantes, periódicos. El hecho de que fueran clandestinos también le ponía un elemento muy atractivo porque era un colegio que tenía tradición liberal. Por ejemplo, durante la intervención a la Universidad (el 28 de julio del 66), nos tuvieron 30 días sin ir a la escuela. El primer día llegamos, hubo una circular que decía que a partir del otro día había que ir con pantalón gris, saco azul, medias azules y las mujeres con pollera tableada. Es decir que te obligaban a comprar ropa ese mismo día. Un nivel de violencia muy grande. Imaginate, cuando salió la canción El extraño de pelo largo todos saltábamos como salta cada uno con el gol de su equipo.
Todo esto de forma acumulativa llevó a que un buen día, con Pancho Provenzano, digamos: «Bueno, vamos a militar». Un día le dije: «Vamos a una asamblea en la Ciudad Universitaria, porque acaban de liberar al presidente de la FUA». Yo creo que Pancho ni sabía lo que era la FUA ni le interesaba, y a mí, qué sé yo, no tenía tanta idea. Y ahí -fijate vos- las vueltas de la vida, nos encontramos con un compañero del club, 4 años mayor que nosotros, y le dijimos: «¿Qué hacés acá, Tano?». Porque nos parecía un tipo que jugaba al rugby, el padre un marino retirado, cajetilla. Y él nos dijo a nosotros: «¿Qué hacen ustedes?». Ahí nos dijo: “Yo estoy en el ERP”, y nosotros le dijimos: «Nos interesa». Nos respondió: «Como ustedes son más políticos que yo -a mí me gusta más la otra parte- les voy a hacer una cita con un compañero para que puedan discutir de política”, y nos dio documentación.
Pero hago este relato pormenorizado, porque me parece que hay que ir sobre las huellas y no sobre las generalidades. Las generalidades están escritas, pero cada uno tiene que repasar sus huellas para ver en qué cosas construyó su propio mito, su propio héroe. Hay que andar con mucho cuidado en estas cosas porque nos llenamos la boca de lo colectivo y, muchas veces, por las huellas culturales que tenemos, por las propias necesidades de protagonismo y de identidad, le ponemos a nuestra persona una cuota que es innecesaria.

– Es inevitable que te pregunte -porque hay 3 años en tu vida que son muy intensos, maratónicos si se quiere, entre tu entrada a la militancia de lleno y cuando caés preso-, ¿qué recordás de esos años?
– Primero, una cosa personal. Como me habían echado en el 69 del Nacional de Buenos Aires, terminé 5º año en el Nacional de Vicente López. Empecé a trabajar no bien me echaron del colegio, a los 16 años. O sea, iba al colegio en Vicente López, de Vicente López me tomaba un bondi hasta la galería del Once en Pasteur y Corrientes, trabajaba de dibujante técnico -que era mi oficio- y, después, dormía tres o cuatro horas por día. Tenía reuniones, actividades y a veces, antes del colegio, tenía que ir a hacer una volanteada y dormía en alguna casa operativa.
La verdad, tengo el recuerdo de una persona que estaba convocada con la idea de que el martirio era una cosa que me podía tocar. El martirio lo había visto en catequesis. Cuando hacía catequesis murió el Che, y para mí el Che era Cristo. Fueron años donde, además de tener reuniones, además de mucha lectura, me inicié en una parte de la militancia del PRT-ERP, que era el accionar armado. Es la edad en la que se incorporan los jóvenes a las escuelas militares, a la formación de las milicias de los ejércitos. Con todos los temores y con todas las dudas que uno podía tener, me sumé sin dudarlo. Y bueno, caí preso. Estábamos en la toma de una unidad militar, que efectivamente la tomamos, y se filtró la información de que estábamos adentro del cuartel cargando el armamento. Nos rodeó primero la policía, después el ejército.

– Estuviste 11 años preso en diferentes cárceles del país, parte de ellos durante la dictadura más sangrienta de nuestra historia, ¿qué significó para vos estar preso en esos tiempos? ¿Qué información te llegaba, cómo fueron esos años?
– Todo es muy distinto. Fueron tantos que es muy difícil pensarse uno mismo a los 20 -cuando yo caí- y uno mismo a los 31. Pensá que yo me casé 2 meses antes de caer preso. Wanda, que era mi esposa, fue llevada presa el 15 o 16 de marzo. Estaba todavía María Estela Martínez de Perón de presidenta, pero la realidad es que a ella la detuvieron porque era mi esposa. Fue una patota de civil que la llevó a la ESMA.
Vos mirá las vueltas de la vida. Estaba acá Calamai, que era el cónsul italiano en la Argentina y después gran figura internacional de los DD.HH. Cuando la madre de Wanda lo llama, este se comunica directamente con Sandro Pertini, el presidente de Italia en ese entonces. Pertini cuelga y la llama a María Estela Martínez de Perón y le dice: «Le pido por favor que aparezca de inmediato la ciudadana italiana Wanda Fragale o vamos a tener problemas en las relaciones entre Italia y la Argentina». Isabelita lo llama a Massera y Massera la hace aparecer.
Cuando yo salí de la cárcel no quería más estar casada. Tenía unas ansias de libertad, no me refiero a una cosa erótica, sexual, sino que tenía unas ansias de decir “bueno, esto requiere empezar todo de nuevo”. Entonces, esos años de cárcel son muy convulsionados.
Te cuento esto personal, porque lo otro que tendría que decirte, para ser breve, es que yo caí preso por una organización que nos respaldaba y nos brindó varios planes de fuga. Alguno de ellos muy consistente y otro, si no hubiera sido detectado, se cumplía de una manera muy violenta. Pero un plan de fuga tremendo. Nosotros éramos un grupo de 25 presos que Roby Santucho quería afuera. Poco tiempo después, en el año 76 o 77, esa organización fue completamente derrotada.
La mayoría del tiempo que yo pasé preso, lo pasé sin el respaldo de la organización, en situaciones muy delicadas de cárcel. Y me pasó lo peor que le puede pasar a uno en la vida, que es que la secuestraron a mi mamá, en julio del 78. Digamos, lo que no pudieron cumplir con Wanda, lo cumplieron con mi mamá. Entonces, hasta el día de hoy, la cárcel nunca terminó porque esa «guerra» no terminó. Está en uno, en todo caso, cerrar, hacer los duelos como puede, interpretar, como creo yo que tengo que hacerlo. Lo que hice fue asumir aquel presente y lo que tengo que hacer ahora es asumir este presente, en el cual peleo por jubilarme.

– Y esa democracia con la que te encontraste después, ¿qué impresión te causó? ¿Creíste en ella? ¿Cómo la transitaste?
– Entrené mucho antes de salir, me preparé mucho. Leía las cartas que mandaban los compañeros que habían salido, leía las cartas de las compañeras de los compañeros que estaban, hablaba con gente que venía a visitarme. Y había tomado una decisión, que además hacía pública en los debates que teníamos dentro de la cárcel y a través de mensajes reservados con compañeros que habían sido de la organización y que habían sido referentes. Yo tenía la idea de que la derrota nuestra no era solamente porque la correlación de fuerzas había sido diferente a la que creíamos. Creíamos que había una situación prerrevolucionaria y que se iba a transformar en una situación revolucionaria. La correlación de fuerzas -a mi humilde entender- no era esa en los años 71, 73, 75. La idea de organizaciones vanguardistas en el año 84 en el que yo salí era una idea -te lo voy a decir de una manera muy grosera- nefasta.
Yo tenía la decisión de anotarme en la UBA, estudiar una carrera universitaria, y no sabía muy bien cuál. Trabajar y retomar vínculos, como hace cualquier persona. Yendo a jugar al fútbol a la plaza, yendo a escuchar un concierto de rock, no sé, lo que carajo se me presentara. Por supuesto, eso junto con la gente que más quería, además de mi familia de origen o de sangre, mis compañeros o mis excompañeros. Yo sentía, veía, registraba que la mayoría de los que habían pasado por la militancia volvían a formar grupos de militantes o exmilitantes. Y te voy a ser sincero, parece un poco pedante, pero yo veía que eso era como tener una carpita familiar. Estar amparado por la familia.
Te confieso que cuando voy a hacer el ciclo básico en la Universidad, me daba vergüenza, no quería decir que había estado preso. Por ahí había chicas de 19, 20 años que me miraban y yo miraba para el costado, porque a veces me decían: “¿Y vos qué hacías?”. Y yo no les quería decir que había estado preso. No me cabía hacerme la víctima. Una vez me puse de novio con una chica, en el año 87. Me dice: “¿Pero vos sos algo del hijo de Julio que estuvo preso?”. Mi papá se llama Julio. Y le digo: “Sí, yo soy el hijo de Julio”. Me mira y me dice: “¿No quedaste loco?”. Se asustó.
Por un lado, yo estaba dispuesto a lo que fuere, conservaba tónica del tipo formado en la milicia. De hecho, por distintas circunstancias, no me alejé demasiado de eso, aunque no tuve en la Argentina una práctica armada. Consideraba que el Gobierno de Alfonsín tenía que ser absolutamente sin armas. Incluso en los levantamientos carapintadas participé de movilizaciones, pero me negué a acciones armadas. Por supuesto, cuando fue lo de La Tablada me llamaron y les dije que estaban locos, que era un delirio. Pero nunca fui ajeno a ese mundo. Me dejó una marca. No son los 11 años, es una marca que te queda. Y que, como todo lo bueno o lo malo, está en vos transformar lo bueno en malo. Está también en tantas cosas que no conocés de vos mismo, que hacen que vos creas que estás haciendo el bien y estás haciendo macanas.
Termino con esto: lo mejor que yo viví en esos años es que éramos héroes en grupo. Nosotros no tomábamos decisiones que no involucraran a los colectivos. En muchos casos, más allá de las identidades de las organizaciones, en los pabellones teníamos ámbitos de tomas de decisiones que cortaban o rompían si éramos Montoneros o del ERP. Así que, a mí, si hay algo que me mantiene muy unido a esos años, es que sigo teniendo grandes amigos, grandes compañeros, porque sentíamos que lo que nos validaba era estrechar nuestros lazos.

– Justamente, cuando salís es cuando escribís con Martín Caparrós La Voluntad. ¿Cuál es la primera pulsión que te lleva a vos, o a ustedes, a escribir este libro?
– Como siempre hay que contar historias de antihéroes, ¿viste? Porque todo empezó con un fracaso. Yo había vuelto de Sudáfrica, de hacer unas notas sobre las elecciones que finalmente ganó Mandela. Fui un par de meses antes y escribí unas notas para Clarín. Cuando volví le dije a Martín Caparrós: “Che, tengo todos los canales para que pidamos una entrevista con Mandela, tardarán 6 meses en dárnosla, le hacemos una breve entrevista y publicamos un libro”. En ese momento, Caparrós tenía como hombre de consulta a un viejo editor, librero, que estaba a cargo de la Biblioteca Nacional, que dijo más o menos: “No, boludos, Sudáfrica y la Argentina están muy lejos, ustedes tienen que escribir cosas de la Argentina, tienen a mano todo lo que vivieron”. Años 90, donde había un negacionismo sobre los 70 asqueroso. Entonces, me acuerdo que vino Caparrós y me dice: “No, che, lo de Mandela no va”. Yo lo sentí como un cachetazo total, no me acuerdo si ese mismo día, o a los dos días, me dice: “Tengo una idea, el título… la idea tiene un título, no tengo una idea muy precisa”. A él siempre le gusta trabajar sobre las confusiones. “La idea que tengo es como esos típicos de Woody Allen, el título sería Cómo fue que de repente tanta gente tuvo un revólver en la cintura”. Yo lo miré, y bueno, vamos para adelante. Me pareció un punto de vista incómodo para uno mismo, incómodo para el lector. Desafiante. Sin incomodidades no hay narración. De hechos reales, de hechos fantásticos, límites entre hechos reales de hechos fantásticos. Contar es contar. ¿Alguien lo conoció a Homero?, ¿alguien lo conoció a Cristo?
Lo que vale es la narración, porque después del genocidio lo que queda es la palabra. ¿Quién escribe poesía después del genocidio? ¿Y qué derecho tenemos? Entonces, todo esto es una nebulosa. Y de esa nebulosa, como en la época de Menem pagaban un dinero por haber estado preso, yo le dije a Martín: “Mirá, larguémonos a escribir, total yo tengo un dinero. Cobramos el sueldo de ese dinero y después, si alguna editorial le interesa, bien, si no nos dimos el gusto y lo pagó Menem”. Y nos dimos el gusto. Hubo un editor que se interesó. Curiosamente, Sudamericana y Planeta -las dos editoriales más grandes- dijeron hasta 400 páginas, y Caparrós los mandó a la mierda. Ahí se reunió con Fernando Pagnani, editor de Norma, una editorial colombiana, y dijo: “Ni pidan permiso, las páginas que sean”. Cuando terminamos el primer tomo, salió a la venta y encabezamos por no sé cuántas semanas los más vendidos.
– Haciendo una mirada retrospectiva de todo lo que pasaste en los 60 y en los 70, ¿qué experiencia te dejó todo esto? Y, no como mandato a seguir, pero ¿qué experiencia podrías transmitir a quienes te pudieran leer?
– Yo creo que cada uno tiene que ser sí mismo, tiene que encontrarse a sí mismo. Creo que cada vez que uno se mira al espejo, si es más o menos consciente, se ve cada parte. Mirarte con los demás, con los desprejuicios, con las desvergüenzas, pero también con las vergüenzas y los prejuicios, ¿no? Creo que la única manera de generar colectivos en este momento es, en primer lugar, por el activo más importante que tienen las sociedades hoy: la educación. No lo digo yo, esto lo dicen quienes estudian los fenómenos económicos, políticos, culturales de esta época. Y la única manera de acceder a los aparatos pedagógicos (porque no concibo otra manera de entender -entre comillas- la educación si no es a través de aparatos del Estado) es a través de colectivos que estén por fuera de esos aparatos del Estado, que pesan hoy mucho más que los aparatos del Estado.
En esos colectivos yo valoro cuando veo gente que está dispuesta a desafiar los propios dogmas del desorden del lenguaje, que a su vez pretenden que es un nuevo orden. A mí me gusta el desorden del leguaje. Y cuando digo el desorden del lenguaje, la verdad, me importa un pito, una pita o un pite.
Y, por último, yo te diría que, si no te conmovés ante Juanito Laguna, a mí me da odio. ¿Qué querés que te diga? Es un sentimiento que lo sigo teniendo. A mí, la gente que no se conmueve ante un cartonero, un chico pobre… no quiero ser grosero en esta entrevista. Pero el odio existe, así que es eso.

– Para cerrar, ¿querés contar alguna anécdota que hayas tenido con Osvaldo Bayer? Tal vez del documental La vuelta de Osvaldo Bayer.
– Cuando Osvaldo iba a cumplir 80 años, con Emiliano Costa, querido compañero al que conocí en la cárcel de Rawson y que había perdido a su compañera Vicki Walsh, decidimos hacerle un regalo. Creíamos que mejor era (y me agarro de las matemáticas) que a los 80 pudiera volver al lugar que cuando tenía 40 había investigado. Que fuera a contar lo que veía 40 años después. Decidimos hacerle ese regalo, por lo cual lo invitamos a cenar para proponérselo. Nos dijo: “¿Cuándo salimos?”. Así que aceleramos todos los pasos, porque además necesitábamos plata para eso. Emiliano, a mano alzada, llamando a cada municipio para que nos prestaran camionetas y lo que costaba hacer un documental, obviamente. No teníamos plata para alquilar todo lo que se necesitaba para un rodaje que exigía hacer miles de kilómetros.
Bueno, en un determinado momento, estábamos con todo el equipo y fuimos a donde estaba la cruz que decía livertá con v y acento en la a. Fue un momento de recogimiento, de llanto, de dolor, de inmensidad.
La verdad es que uno a Osvaldo le debe los detalles, no le debe la gran historia, le debe haber puesto esa cruz. Le debe que cuando llegábamos a cada pueblo los gauchos veían a un señor rubio de ojos celestes, ya entrado en edad y lo saludaban como a un igual. Y eso, el que transcurrió la militancia sabe que tiene un valor diferencial. Él nunca fue intelectual alemán formado en la Universidad de Hamburgo. Él siempre fue un antropólogo, un viajero. Y todavía está viajando. A ese gran viajero que, además de eso, tuvo el placer de ponerle El Tugurio a su casa porque Osvaldo Soriano le dijo «pero Osvaldo, esto es un tugurio». Y él dijo: “Yo me identifico con eso”.