
- La Masacre de Avellaneda |
Esa mañana Darío amaneció intranquilo. El Gobierno había comunicado que, si se cortaban los accesos a Capital, los hechos serían “considerados una acción bélica”. La amenaza no era casual, ya que, para el 26 de junio de 2002, estaban planificadas protestas en distintos puntos de la ciudad. Adelantándose a los hechos, sembrando miedos y discursos en la opinión pública, el presidente Duhalde advertía que, en las organizaciones de desocupados, había presencia de la guerrilla colombiana de las FARC. Por la mañana, cerca de las 9:30, mientras los medios mostraban fusiles asegurando que eran de los grupos piqueteros, Darío salía de su casa y caminaba hacia la terminal de la línea 17.
Junto a su gente repasó una y otra vez cómo actuar ante la violencia policial, cómo resistir si se agudizaba, entre barricadas, piedras y gases que debían volver a sus dueños. El país era un hervidero sumido en una crisis neoliberal que parecía nunca tocar fondo mientras la desocupación y el hambre crecían día a día. Tras la renuncia de De la Rúa y cinco pasos de mando, Duhalde asumía para quedarse y aprobaba una megadevaluación. En este marco, la lucha popular fue en aumento y el ruido ya no se podía ocultar. En Avellaneda, las columnas se formaban mientras Darío bajaba del colectivo. Frente a él, decenas de uniformados se preparaban para actuar.
En algún momento, no mucho después, Darío se encontraba cara a cara con un policía. Le acababan de pegar con un palo a una mujer en la cabeza y avanzaba en su defensa. Pero el operativo ya estaba en marcha, Duhalde había pedido “ir poniendo orden” y comenzaba la cacería. Así, la policía empezó a disparar mientras las columnas del MTD se movían. Volaron gases lacrimógenos y, a los pocos minutos, ya usaban balas de plomo. Uno de esos tiros dio en el pecho a Maxi Kosteki, quien fue llevado a la estación agonizando. Darío Santillán lo vio y corrió a socorrerlo. Al levantar la cabeza, advirtió que la policía lo apuntaba. Levantó su mano y pidió que no tirasen mientras sostenía a Maxi.
Acto seguido, la policía lo fusilaba. Los hechos fueron captados por la televisión y por fotógrafos, entre ellos, uno del diario Clarín. Pero el gran diario argentino decidió hacer gala a su forma de operar y ocultó las evidencias hasta que se supo la verdad. Mientras tanto, titulaba: «La crisis causó 2 nuevas muertes». Con Maxi y Darío asesinados y 90 personas heridas, el Gobierno respondía al pueblo que reclamaba. Para el secretario de la presidencia, Aníbal Fernández, «los piqueteros se mataron entre ellos» y Felipe Solá, gobernador de Buenos Aires, felicitaba al comisario Fanchiotti. En lo que refiere a Maxi y a Darío, de sus vidas fueron emergiendo muchas más y, de sus sueños, brotaron miles. Miles de luchas que, hoy, son banderas de dignidad.