DESDE EL PATÍBULO

  • La condena y el asesinato de los Mártires de Chicago |

La corte había hecho su juego. Días atrás, la prensa anunciaba con orgullo que el anarquismo había muerto y, en la puerta del tribunal, un miembro del jurado decía públicamente que los ocho hombres eran «demasiado sacrificados, demasiado inteligentes y demasiado peligrosos para nuestros privilegios». Era el 20 de agosto de 1886 y Estados Unidos, luego de un juicio visiblemente orquestado y repleto de irregularidades, condenaba a muerte a los anarquistas de Chicago. Para ese entonces, August Spies, unos de los acusados, decía a la corte: “Si nos van a matar, entonces, dejen que la gente sepa por qué es».

Tan solo pocos meses atrás, el 1º de mayo, el pueblo de Chicago comenzaba una huelga exigiendo que se cumplieran una serie de demandas. Entre ellas, luchaban por bajar las jornadas laborales -que llegaban hasta las 14 horas- y por aumentar el salario de las mujeres, que era sumamente inferior. Durante días, anarquistas y socialistas se movilizaron brindando ayudas sociales y dando charlas sobre la importancia de la unión popular. Sin embargo, la respuesta estatal no se haría esperar. El 4 de mayo, al final de una jornada de charlas y mientras la gente se retiraba, 175 policías comenzaron a amenazar para suspender el acto. Cuando la represión ya era inminente, un explosivo voló por los aires y estalló entre los uniformados. Era el comienzo de una violenta represión que se conoció como la revuelta de Haymarket.

Si bien nunca se supo con exactitud quién arrojó el explosivo, la policía detuvo a ocho anarquistas, varios de los cuales ni siquiera estaban presentes. Luego vendrían allanamientos, clausuras de imprentas y prohibición de reuniones. El juicio no duró demasiado, y aquel deseo que el fiscal había expresado al juez se haría realidad: «Ahórquenlos y salvarán a nuestras instituciones». La fecha designada fue el 11 de noviembre de 1887. Tres fueron condenados a largas penas en prisión; el resto, a la horca. Un mes antes de que se consumase la condena, uno de ellos se quitó la vida. Según dirían sus compañeros, no quería darles ese gusto a los verdugos.

Aquel día, tras la negativa a despedirse de sus familiares, los cuatro anarquistas fueron llevados al patíbulo. Antes de que las manos del Estado dejasen caer la trampa bajo sus pies, un grito retumbó entre las paredes: «¡Viva la anarquía!». A las 12:06 se anotó en una planilla que el trabajo estaba terminado. Esa noche, las clases altas y la gente asustada por las alarmas de los medios volverían a dormir en paz. Al día siguiente, los anarquistas ya serían mártires del pueblo. Cien años más tarde, la misma Justicia que los condenó se disculparía diciendo que fue una equivocación. Un simple e inocente error. En uno de los alegatos que pasarían a la historia como uno de los más bellos testimonios en la lucha del pueblo, uno de los acusados dijo al jurado: “Van a ver que es imposible matar un principio, aunque le quiten la vida a los hombres que lo profesan”.