
- Simón Radowitzky y el ajusticiamiento a Falcón |
Caminaba a paso lento rumbo al cementerio de la Recoleta. Si bien nada era seguro, creía contar con tiempo suficiente. Aquella mañana, tal cual lo había planeado, Simón salió de su casa antes de las 11.00 y se dirigió hacia el tranvía. Minutos después, con un paquete en la mano, aguardó pacientemente a que llegase el momento esperado. Sabía bien lo que hacía, estaba a un paso de hacer justicia, de sembrar un precedente histórico y mostrarle al poder que sus crímenes no siempre van a ser impunes. En ese momento, doblando por la avenida Callao, un carruaje aparecía en la escena.
En el asiento trasero viajaba el todopoderoso coronel Ramón Falcón, omnipotente jefe de la Policía de Buenos Aires. Quien había sido uno de los mejores hombres de Roca durante el genocidio a los pueblos originarios, represor durante las huelgas de conventillos y quien ordenó y comandó la masacre de la Semana Roja. Un brutal currículum lleno de la sangre del pueblo que, lejos de ser motivo de condena, le permitía gozar de respeto y fama en los sectores más altos del poder. Tal vez fue por la charla que Falcón llevaba con su secretario que no advirtió que detrás del carruaje un joven corría a toda la velocidad que le daban las piernas. Un instante que, para Simón, probablemente, haya sido eterno. Luego, el paquete volaba dentro del vehículo sin dar tiempo a reacción. Un segundo después, la justicia. Uno de los más grandes represores era herido de muerte por la mano de quienes siempre combatió.
Radowitzky sería perseguido por civiles y policías hasta que, sabiéndose encerrado, sacó su revólver y se disparó en el pecho. Para satisfacción de sus captores, el tiro no logró acabar con su vida y, mientras los policías lo amenazaban, Simón respondió: «No me importa, para cada uno de ustedes tengo una bomba». Un ídolo del sistema había sido asesinado por un simple obrero anarquista. Los medios más rancios lo despedirían con todos sus laureles mientras pedían la cabeza del extranjero, «además judío». Simón nunca diría si alguien más colaboró en la planificación, y ante la vida de torturas que el poder le depararía en venganza, jamás les daría el gusto de verlo de rodillas. Para el pueblo, sería un hijo, un mártir. Un ejemplo de lucha, dignidad y solidaridad.
Ramón Falcón necesitó de una inmensa estatua de varias toneladas atravesando el cielo para ser alguien, para no morir, ahora en el olvido total; Simón, por su parte, sigue presente; los motivos que lo llevaron a cometer un acto que tal vez nunca hubiera querido hacer, también. Matar al tirano, ese accionar que, hoy aparentemente lejos de los tiempos que se viven, seguirá rondando como un fantasma entre cada represor.