
- Huelga de los Inquilinos |
La epidemia de la fiebre amarilla ya era una realidad. Para 1870, las familias adineradas comenzaban a huir de Buenos Aires, abandonado sus enormes residencias para trasladarse al seguro Barrio Norte. Detrás quedaban quienes no tenían posibilidad alguna de elegir, quienes apenas sobrevivían en un estado de total hacinamiento, sin cloacas ni drenajes. Para ese entonces, el presidente Domingo Sarmiento dejaba la ciudad con sus allegados y, a sus espaldas, el ejército cercaba la zona para que nadie más pudiera migrar. Con el paso de los días, las mansiones que quedaban abandonadas comenzaron a ser ocupadas. Nacían los nuevos conventillos.
Explotados por comerciantes, estos espacios se convirtieron en albergues para inmigrantes o gente con escasos recursos que llegaba del interior del país. Cientos de personas convivían en un mismo lugar, con un baño cada diez cuartos, y todo a costos muy elevados que se llevaban gran parte de los sueldos. En ese contexto, para agosto de 1907 la municipalidad aprobó un incremento en los impuestos que regiría al año siguiente. Sin embargo, los propietarios decidieron adelantarse y decretar un fuerte aumento en los alquileres. La situación, ya insostenible, comenzaba a desbordar.
El 13 de septiembre, en la calle Ituzaingó 279, los inquilinos del conventillo decidieron organizarse. Allí, resolvieron convocar a una huelga y dejar de pagar los alquileres hasta que se escucharan sus reclamos. Con apoyo de la FORA, demandaban flexibilidad en los vencimientos, eliminar los tres meses de depósito y mejorar las condiciones de vida. En poco tiempo, la huelga se extendió por distintos barrios, llegando incluso a Rosario y Córdoba. En un mes, el 80% de los inquilinatos de Buenos Aires habían dejado de pagar el alquiler. Ahora, el Estado debía responder.
Con Ramón Falcón al mando, se dio inicio a la defensa de los propietarios. Aunque los desalojos eran estratégicamente ejecutados cuando los hombres estaban en sus trabajos, las familias estaban organizadas para resistir los desalojos. Fueron las mujeres, con ayuda de sus hijos e hijas, quienes defendieron sus derechos a palazos de escoba, ollas de agua hirviendo y haciendo guardias. El asesinato de un joven anarquista fue la gota que rebalsó el vaso y miles de personas se unieron a la causa realizando boicots a comercios antihuelga. Lo que seguiría sería una fuerte “caza de ideologías” con la Ley de Residencia como principal arma. Sin embargo, la lucha ya había dejado sus secuelas: quienes cedieron volvieron a la vida de antes; donde resistieron, se logró lo demandado. La historia de una rebeldía que, como tantas otras, perdura como una enseñanza a través del tiempo.