NO SE MOLESTEN SI NOS REÍMOS

Por Luciano Colla | Sobre Antonin Artaud y su Carta a los directores médicos de manicomios |

Ya no tenía domicilio fijo y nunca lo volvería a tener. Sus días se sucedían unos a otros en medio de un frenesí desatado que oscilaba entre búsquedas personales y delirios que lo agobiaban. «Mi vida con las drogas es una continua tormenta», escribía ya cansado de un camino que parecía no tener salida. Se lo vería deambular de un lado al otro por París, llevando un bastón, durmiendo donde podía y enviando cartas una tras otra. Para 1937 viajó a Irlanda con la idea de encontrar la fuente de los mitos del origen de todas las cosas. Pero su corta estadía sería interrumpida para marcar su destino. Tras ser apresado, fue deportado nuevamente a Francia por «sobrepasar los límites de la marginalidad». A su llegada, lo esperaban con un chaleco de fuerza y todo tipo de drogas legales. Era el comienzo de casi nueve años de internaciones y torturas.

«No se molesten si nos reímos», comienza diciendo Artaud en su Carta a los directores médicos de manicomios. Entre las palabras que dedica a las eminencias de la salud mental de la época, denuncia que los manicomios son asilos mentales «con la tapadera de la ciencia y la justicia», comparables a «un cuartel, a una prisión, a una colonia de esclavos». Desde 1937 hasta 1946, Artaud pasó su vida recluido en psiquiátricos de Francia, encerrado entre cuatro paredes y consumiendo de forma obligada medicamentos de todas las variedades. A pesar de todo, nunca perdería esa «anormal» lucidez con la que enfrentó siempre a las estructuras de la sociedad.

«Protestamos contra toda interferencia en el libre desenvolvimiento del delirio. Es tan legítimo y tan lógico como cualquier otra sucesión de ideas o actos humanos», escribía en su carta. Sometido a terapias de electroshock, las torturas fueron tanto externas como internas. Su refugio, como tantas veces, fueron la tinta, los pensamientos y la palabra. Todos los actos individuales son antisociales, aseguraba, y «los locos, sobre todo, son víctimas individuales de la dictadura social. En nombre de la individualidad que pertenece específicamente al hombre, demandamos la liberación de esas gentes, convictas de sensibilidad».

A comienzos de 1943, sus amigos logran sacarlo. Lo llevan a París donde volvería a intentar sobrevivir en sociedad, insistiendo hasta sus últimos días en el «carácter perfectamente inspirado de las manifestaciones de ciertos locos» y en la legitimidad, tanto de sus conceptos de realidad como de los actos que de ellos derivan. Invita a los directores de los manicomios que no puedan verlo de este modo a que «traten de recordar esto, mañana por la mañana, durante sus rondas, cuando, sin conocer su lenguaje, intenten ustedes conversar con esos seres, sobre los cuales -reconózcanlo- no tienen ustedes más que una ventaja, a saber, la fuerza».