EL SILENCIO DE LOS IMPUNES

  • La Masacre de Palomitas |

Una citación para el director del penal de Villa Las Rosas. Eso era lo único que decía el papel. Nada más. A primera hora de la mañana, el mensaje llegaba al despacho de Braulio Pérez. Leyó varias veces, como si buscase entender algo más, y se puso de pie. La orden era para él y venía directamente de Carlos Alberto Mulhall, jefe de la guarnición militar de Salta, a pedido de Luciano Benjamín Menéndez. Por eso, conociendo la urgencia, dejó todo como estaba y partió sin perder tiempo. Una vez en el despacho de Mulhall, escuchó atentamente el pedido. Esa tarde, el 6 de julio de 1976, se iba a realizar un traslado. Nada complejo ni inusual, pero aún no le darían más datos. Tenía que esperar. Pérez afirmó con la cabeza y se retiró.

Cerca de las 19:45, Pérez caminaba por el penal, ahora sí, con una orden escrita. Fue directo hasta donde se encontraba el capitán Espeche y la presentó. Allí figuraban, con nombre y apellido, la lista de las once personas que debían ser trasladadas. Pero con una aclaración importante: la salida no debía registrarse en los libros. Además, resaltaba claramente, todo el personal que trabajase en esa zona no debía estar en los accesos que serían utilizados. Únicamente los guardiacárceles implicados podrían estar presentes. En eso, no se podía fallar. Para el anochecer, un grupo de militares, junto a efectivos de la Policía provincial y federal, sin insignias, entraban al penal y comenzaban a operar con el apoyo del servicio penitenciario. A oscuras, y solamente bajo las tenues luces de las linternas, primero las mujeres y luego los hombres fueron subiendo al camión.

En ese mismo momento, a kilómetros de allí, una patrulla que hacía controles detuvo a una camioneta. Los policías dijeron pertenecer al PRT-ERP y, tras ordenar al conductor y su acompañante que bajaran, los amordazaron y llevaron monte adentro para luego secuestrar el vehículo. Para ese entonces, el camión del penal frenaba en el paraje Palomitas. A las 22:30, tras armar una hilera de presos y presas, comenzaron a fusilar frente a los alambrados de una finca. Al día siguiente, quienes pasaron por allí, vieron a dos vehículos con marcas de balas, sangre en los asientos y, uno de ellos, totalmente incendiado. El parte oficial para la prensa diría que un operativo guerrillero intentó una emboscada para liberar detenidos. Punto final. Otra historia más de violencia subversiva.

Décadas después, cuando muchos de los responsables ya se sentían impunes y seguros gracias a las leyes de Alfonsín y de Menem, llegaron las detenciones y los llamados a declarar. A diferencia de toda la documentación, la orden de Mulhall había sobrevivido. Allí, al igual que tantos, el exjefe de la guarnición guardaría silencio, fiel escolta de los secretos militares, y diría sentirse “orgulloso y sin arrepentimiento alguno”. Sin embargo, pese a su inquebrantable hermetismo, ahí estaba, solo, sentado en el banquillo y siendo condenado, al igual que Benjamín Menéndez, a múltiples cadenas perpetuas.