Por Carlos Álvarez |
Mucho antes de que existiera el marketing moderno, John Reed, con mucha perspicacia y certeza, tituló en 1919 a su libro sobre la Revolución rusa de octubre con el nombre Diez días que estremecieron el mundo. Tres cuartos de siglo después estallaba en Ruanda, en el centro de África, uno de los procesos genocidas más destructivos jamás conocido, que en tan solo cien días se cargó con las vidas de más de ochocientos mil ruandeses ante la mirada impávida de la ONU y la comunidad internacional. A diferencia de lo que había experimentado y narrado Reed, estos cien días tuvieron poco impacto.
Aquel baño de sangre ocurrido entre el siete de abril y el quince de julio de 1994 encubría, en realidad, una larga historia que menos tenía que ver con los ruandeses que con los imperios coloniales europeos. Presentado el conflicto con toda la carga cosmética de la mirada racista y sus clichés de eurocentrismo y civilización, se afirmaba que las «bestias» ruandesas se habían matado entre sí, entre hutus y tutsis, por problemas entre clanes, cristalizando la lectura de la falta de raciocinio y civilización de los pueblos africanos. Aquella carnicería no era más que la barbarie propia de un pueblo incivilizado. Esta mirada que primó en los medios es lo que Mahmood Mamdani identifica como pornografía de la violencia, presentada como una violencia sin sentido ni historia.
Sin embargo, el fruto nunca cae muy lejos del árbol, en este caso un inmenso árbol que hunde raíces en las empresas imperialistas y coloniales europeas en África. Hutus, tutsis y twas constituían el grueso de la población ruandesa en el siglo XIX, siendo los primeros la inmensa mayoría —del orden del 85%—, los segundos un 14% y finalmente una escueta presencia de la etnia twa. Si bien no existe consenso en torno a las reales diferencias étnicas entre estas categorías, se cree que conforman más bien una diferenciación socioeconómica propia de un sistema de casta o clase, antes que andamiajes culturales diferentes. Más aún, durante el período precolonial el mestizaje fue normal y los trasvasamientos de una categoría a la otra también.
Luego de 1885, con el hábil golpe de muñeca del canciller Otto von Bismark, la región de los grandes lagos del valle del Rift quedó bajo dominio prusiano, lo cual conllevó que aquellas endebles diferencias étnicas entre hutus y tutsis se cristalizaran a partir de la adopción del pensamiento pseudocientífico del explorador británico John Hanning Speke, quien sostenía que los tutsis pertenecían a una raza euroasiática llegada a la región, por tanto eran racialmente superiores a los negros autóctonos de la región.
Unas tres décadas después, los efectos del Tratado de Versalles arrebataron al imperio alemán sus colonias, pasando Ruanda a manos belgas. Estos, en el marco de reformas administrativas del territorio, institucionalizaron aquellas presuntas diferencias étnicas, haciendo de la minoría tutsi una casta privilegiada sobre la inmensa mayoría hutu. Desde entonces la dimensión racial se instituyó en legal, constando en los documentos de identidad no solo los datos personales y filiares, sino también la adscripción étnica. De esta forma, como sostiene Fernández de Cos, las connotaciones precoloniales de la identidad ruandesa quedaron subsumidas en una estructura de superioridad racial donde ser hutu significaba no-ser tutsi, y viceversa.
Los procesos de descolonización iniciados luego del fin de la Segunda Guerra Mundial llevaron a Bélgica a la situación de iniciar su retirada, la cual comenzó habilitando el llamado a elecciones para 1952 y 1953, en las cuales las enormes restricciones legales para sufragar hicieron que los tutsis ganaran abrumadoramente. Lejos de ser una ironía del destino, era un acierto epocal del gran intelectual y militante antillano Franz Fanon, quien en ese mismo momento publicaba su obra Pieles negras, máscaras blancas, afirmando el impacto que tiene la experiencia colonial en la subjetividad del colonizado y su complejo de inferioridad. Comenzaban a soplar aires de cambio para el pueblo ruandés, pero fuertemente limitados por el lastre de su experiencia previa y sus nuevas «máscaras blancas».
El corolario de aquel traspaso del poder a los tutsis no hizo más que despertar formas de resentimiento y nacionalismo entre vastos sectores hutus, quienes echando mano a la idea de Speke de que los tutsis eran extranjeros, bregaban por su retirada y el autogobierno de la mayoría hutu. Una década después, en 1962, Bélgica se retiraba de forma definitiva abriendo paso a la República de Ruanda y al Reino de Burundi. Empero, un año antes el poder ya no fue retenido por los tutsis, sino por un presidente hutu, Grégoire Kayibanda, y su partido Parmehutu, iniciando una nueva etapa conocida como la revolución hutu.
Las derivas autoritarias de aquella experiencia llevaron a que se enquistara en el poder, lo cual conllevó la persecución de los sectores tutsis encolumnados en el partido UNAR que debió pasar a la retaguardia, generando una cisura entre quienes pelearon desde el interior y quienes formaron ejércitos irregulares desde las fronteras vecinas. En 1973, al calor del malestar generado por el autoritario gobierno de Kayibanda, el general hutu Juvénal Habyarimana tomó el poder en un golpe que se presentó incruento. Con un gobierno que logró evitar la escalada de violencia, los hutus siguieron gobernando hasta los años noventa puesto que los tutsis no veían con malos ojos a esta gestión, la cual garantizaba la ciudadanía y calidad de vida de los tutsis, que siguieron ocupando el cuadril socioeconómico más favorecido de la sociedad.
Si bien Ruanda no vivió hasta 1990 grandes conflictos violentos, sí lo hacían las mismas rivalidades étnicas de sus países vecinos de Uganda y Burundi, generando un tenso equilibrio geopolítico que terminó por estallar en 1993, cuando muchos hutus de Burundi migraron a Ruanda tras el asesinato del presidente en manos del ejército tutsi local. La llegada de muchos hutus a Ruanda, sumada a la crisis de recursos y tierras que ya se presentaba acuciante desde la década previa y a la paranoia que circulaba entre los hutus ruandeses en torno a una posible incursión militar tutsi del Frente Patriótico Ruandés (FPR) —tutsis en el exilio— conllevó la aparición de discursos anti tutsis que iban reivindicando cada vez más una solución sangrienta al problema.
Finalmente, el seis de abril de 1994 fue derribado el avión presidencial donde viajaba Juvénal Habyarimana, quien murió en el acto. Ante la sospecha de que la acción criminal había sido comandada por el FPR —aunque todavía se discute si fue un autoatentado—, la guardia presidencial comenzó a asesinar tutsis en el gobierno e importantes personalidades. Al día siguiente las masacres comenzaron a expandirse por todo el territorio ruandés y allende de sus fronteras, al tiempo que el FPR inició una guerra de penetración que iba poniendo en jaque al gobierno provisional todavía en manos hutus. Tres meses tardó el FPR en tomar Kigali, la capital de Ruanda, poniendo fin a cien días de abierto genocidio donde la población civil fue parte de esta carnicería descentralizada y masiva.
Palos con clavos, machetes afilados, mutilaciones, desangramientos, palizas, descuartizamientos con machetes, hogueras y más de 250.000 mujeres violadas forman parte del horroroso modus operandi en que este genocidio fue perpetrado. La ONU estuvo allí, pero decidió no actuar, al tiempo que la comunidad internacional dejaba que el genocidio continuara hasta agotarse por sí solo exportando sus horrores con la internacionalización del conflicto en la Guerra del Congo poco tiempo después.
Las motivaciones que explican este genocidio de casi un millón de personas sobre una población de siete millones son tanto materiales, producto del crecimiento demográfico y la pérdida de tierras disponibles, así como culturales, vinculadas al caldo de cultivo que supuso más de un siglo de sedimentar discursos raciales de diferenciación social. Sin embargo, la dimensión colonial y su herida ha sido catalizadora de procesos de desposesión y lucha entre sectores sociales que no tenían tales recelos y conflictos previo a la llegada europea. La destrucción que supone la colonización de las estructuras tradicionales, la desarticulación de las redes de solidaridad y comunitarias, sumadas a la estructura de dominación indirecta a través de dividir y enfrentar facciones sociales para consolidar la gobernabilidad, son parte constitutiva de la cristalización de estructuras sociales herederas de dichos procesos.
Los procesos de descolonización, siempre a medias e irresponsables, conllevaron el abandono de los territorios colonizados dejando un inmenso pasivo social, ambiental y político sobre el cual nunca rindieron cuentas, al tiempo que puertas adentro los imperios se vanaglorian de su avanzada civilización y sensatez por haber brindado independencia a sus colonias. La descolonización de África dejó un polvorín a punto de estallar, signado por fronteras caprichosas e incoherentes, conflictos sociales creados o exacerbados y profundas desigualdades sociales en países que tuvieron que reinventarse sobre territorios expoliados y sociedades con sus tejidos sociales rotos. De esta forma, el genocidio ruandés cumple treinta años, con sendos juicios revanchistas viciados donde se juzgaron los crímenes directos y aparte de los perpetradores, pero donde los imperios que los generaron siguen absueltos y alejados del banquillo de los acusados.