
- Lucy Parsons |
La gente se amontonaba en la plaza de Chicago y la misma pregunta se escuchaba una y otra vez: «¿Cuál es el veredicto?». Pero nadie tenía la respuesta. Los periodistas que no habían logrado entrar al recinto en el cual se juzgaba a los Mártires de Chicago observaban hacia la ventana esperando ver alguna señal. El público estaba dividido y no faltaba quien, influenciado por los medios que repetían las voces del Gobierno, esperaba que la condena fuese ejemplar. En algún momento, aunque todavía no lo sabían, la sentencia se leyó. Arriba, en el salón, Lucy escuchaba de la boca del juez que su compañero Albert Parsons sería condenado a muerte. En ese momento, mientras contenía sus lágrimas, tomó unos cordones e hizo un nudo simulando el de la horca. Luego, se asomó por la ventana y lo arrojó. Así, el pueblo que aguardaba en la plaza comprendió que la Justicia había vencido a la justicia.
Muchos años atrás, Albert y Lucy González se conocían en Texas. Era el comienzo de una relación que debía aprender a sortear sin demoras los duros señalamientos de una sociedad que detestaba ver a un hombre blanco junto a una mujer negra y pobre. Hija de familia esclava, Lucy quedaría huérfana a sus 3 años y pasaría su infancia sobreviviendo entre trabajos forzados y la mira del Ku Klux Klan. Un año más tarde, se casaron en secreto y, poco después, debido a las ideas de ambos, se vieron obligados a dejar Texas y partir rumbo al norte. No mucho después llegaban a Chicago. Allí, mientras Lucy lograba comenzar un emprendimiento como costurera, se encontrarían con una ciudad que era un caldo de cultivo para las luchas que vendrían años más tarde. Todo estaba por pasar.
Mientras trabajaba, no perdía oportunidad para escribir sobre la situación que se vivía y reunirse con otras mujeres buscando nuclear organizaciones. Pobreza, racismo, abusos, esclavitud y patriarcado cayendo al mismo tiempo sobre el cuerpo de miles de mujeres que empezaban a comprender que la única salida era alzar sus voces. Vendrían por delante largos años en los que, junto a Albert, recorrerían fábricas, participarían en reuniones y sufrirían represiones y persecuciones policiales. Así, hasta que, un día, Albert era condenado y llevado a la horca. Aquel día, a Lucy se le prohibió despedirse de su compañero. Pese a sus insistencias, su hijo y su hija correrían la misma suerte.
Los años siguientes continuaría su activismo sin bajar los brazos, dando charlas y publicando textos mientras resistía acoso tanto social como político. Aun así, continuó luchando por los derechos de las mujeres, denunciando que, por una cosa o por otra, eran sistemáticamente abusadas y sometidas. Un 7 de marzo de 1942, las llamas cubrieron la casa en la que vivía. La policía ingresaría y, buscando no dejar rastros para el porvenir, robaría sus libros y sus escritos. Intentaban una vez más y sin éxito, sepultarla en el olvido. Al igual que había dicho a los Mártires en su momento, para Lucy, ahora era su turno de descansar: “Todos los mañanas son suyos».