UN PARAÍSO EN EL ÁTICO (I)

Por Laura Martínez Gimeno | Reescritura bíblica de la obra Flores en el ático (1979) |

¿Secretos? ¿Y había dicho él que yo tenía una tendencia a las exageraciones? ¿Qué le pasaba? ¿Es que acaso no sabía que los secretos éramos nosotros?
(Flores en el ático: 1991: 204)

El espacio del encierro. El lugar de la locura. El ático actúa como prisión para la desobediencia y la rebeldía. Simboliza el encarcelamiento de la sexualidad femenina y la represión de la libertad intelectual. Representa el confinamiento de la voluntad. Adopta la limitación del famélico cuerpo y es la guarida de la bestialidad y la transgresión. Contra sus paredes se ahogan las palabras. Se precipita la cautividad del alma. El ático es el ideal y conveniente retiro de las mujeres locas y otras criaturas peligrosas. Pensado como habitáculo del silencio, la soledad y el miedo, sobre su paisaje queda suspendido el tiempo y la eternidad de lo efímero se vuelve letal y desgraciada. Por sus ventanas no entra el reluciente sol, ni tampoco la humedad de la lluvia, el viento furioso o la salvaje luna. El espacio del ático fue concebido para la ocultación de la existencia. Y sus víctimas callan sepultadas por una muerte en vida.

Es muy propio el atribuir a la esperanza el color amarillo, como el sol que raras veces veíamos. Y al ponerme a copiar del viejo Diario que escribí durante tanto tiempo para estimular a la memoria, me viene a la mente un título, como fruto de la inspiración: Abre la ventana y ponte al sol. Y, sin embargo, dudo en asignárselo a mi historia, porque pienso que somos algo más que flores en el ático. Flores de papel. Nacidos con tan vivos colores, ajándonos, cada vez más desvaídos, a lo largo de todos estos días interminables, penosos, sombríos, de pesadilla, cuando nos tenía presos la esperanza, y cautivos la codicia. Pero nunca pudimos teñir de color amarillo ni siquiera una sola de nuestras flores de papel.
(Flores en el ático: 1991: 9).

El ático es la morada del secreto, la creatividad y la imaginación. El destierro de la niñez y su precipitada clausura. El ático entraña el aislamiento forzado de la inocencia. La marginal esfera en la que languidece la incomprensión de los artistas. Sus muros y tejados recuerdan la travesía de los héroes griegos a través del mítico laberinto del minotauro. El ático es el mausoleo de lo considerado inhumano, monstruoso y deforme. El espacio de la violencia física y el adoctrinamiento. Su confidencia define el sellado enigma de la aterradora caja de Pandora y sus cómplices, sus amas de llaves, sus enterradores, abuelas y carceleras participan en la asfixia del espíritu ajeno. En estos incomunicados y sombríos áticos no brotan las flores, no se distinguen los jardines, no se cuidan sus animales ni se protege la vegetación. En los áticos queda fragmentado el inconsciente. En los áticos se desintegra la identidad. Las estrellas no pueden relucir por mucho que lo intenten. La noche no logra diferenciarse del día. El ático no debería ser nunca el hogar de la infancia o la candidez. Y, no obstante, fue todo el cielo que los hermanos Dollanganger obtuvieron en la agonía de un encierro desleal, y todo el infierno que no merecieron, pero debieron soportar.

—Anda, Cathy, dile al viento que se vaya […]
—No puedo echar al viento, Cory, sólo Dios puede hacer eso.
—Entonces dile a Dios que a mí no me gusta el viento —musitó él, soñoliento—, di a Dios que el viento quiere entrar a cogerme […]
—Cuéntame un cuento, Cathy, y así me olvidaré del viento
(Flores en el ático: 1991: 180).

Fotograma de «Flores en el ático» (2014).

El propósito del presente ensayo es el estudio de la reinvención bíblica en la novela gótica y moderna, Flores en el ático (1979), por la célebre autora V.C. Andrews (1923-1986). Esta obra de la literatura estadounidense se ha convertido en un clásico imprescindible y cautivador del siglo XX. La enrevesada complejidad de los personajes y las acciones que definen la trama de sus vidas queda representada de manera ejemplar. Esta es una novela de carácter existencialista y filosófico que plantea las grandes cuestiones e incógnitas de la naturaleza humana. Algunos de sus temas más superficiales son el paso de la infancia a la madurez, la crueldad de los mayores hacia su descendencia, la necesidad de la desobediencia para el desarrollo espiritual, emocional e intelectual, el amor contra natura, la enfermedad y el deterioro, la reclusión del cuerpo, la simbólica muerte de la madre y ese cesar de la existencia más real y perverso.  

Flores en el ático narra la fascinante y espantosa historia de la muchacha Catherine Leigh, el joven Christopher Garland y los gemelos Carrie y Cory Dollanganger. Los idílicos hermanos Dollanganger, también conocidos por la vecindad como los muñecos de Dresde debido a su encantador aspecto, sufren la terrible pérdida de su padre en un accidente de tráfico. En consecuencia, y debido a la desfavorable situación económica en la que se encuentran, se ven obligados a mudarse a la autoritaria, majestuosa y tiránica casa familiar de sus abuelos maternos. Una mansión regentada por el odio y la agresividad de una abuela furibunda y prohibitiva que rechaza con pasión la mera existencia de sus nietos. Unos muchachos gentiles e indefensos, cuya ingenuidad y ambición a ser amados es sustituida por el aterrador sonido de una llave girando sobre sí misma en la boca de una cerradura. Siempre atentos al paulatino movimiento del picaporte, los hermanos Dollanganger son aprisionados en su primera noche al llegar a la abominable mansión conocida como Foxworth Hall.

Allí vivieron como convictos días interminables y melancólicos que se sucedieron en meses para convertirse en años. Sobrevivieron en el interior de una diminuta habitación, al acecho de una abuela que los detestaba como vástagos del demonio, que ansió sorprenderlos haciendo algo que considerara indecoroso para castigarlos a latigazos. Sobrevivieron unidos imaginando que en mitad de tal avasallador infierno cabía un paraíso oculto. Un paraíso reservado y silencioso que encontraron tras la puerta de un ático al que solo podía accederse mediante una estrecha escalera. Sobrevivieron como recuerdos olvidados en un ático en el que la infancia y la necesidad de la esperanza transformaron en paraíso.

—Cathy —mamá me llamaba desde la puerta—, no te quedes ahí llorando. Una habitación no es más que eso, una habitación. Vivirás en muchas habitaciones antes de que te mueras, de manera que date prisa, recoge tus cosas y las de los gemelos, mientras yo hago mi equipaje.
Antes de morirme viviré en mil habitaciones, o más, me susurraba una vocecita en el oído…, y la creí.
(Flores en el ático: 1991: 40).

Fotograma de «Flores en el ático» (2014).

Primera parte:

El ático

¡Secretos, secretos, secretos por todas partes! Me imaginaba a hermanos luchando unos contra otros, qué divertido iba a ser averiguar todo aquello. ¡Si encontráramos también Diarios!
(Flores en el ático: 1991:71).

La gran dicotomía de este ensayo es el deplorable y decadente estado en el que los muchachos encontraron el ático y la belleza y la delicadeza con que su pureza transformó aquel horrible lugar. Este ático conjura las más tortuosas y ambiguas reminiscencias del pasado. Semejante escondida y alejada estancia es sinónimo al extravío de la memoria, a la amnesia del alma. Este ático es el espacio en el que se depositan los recuerdos. La morada donde yace lo olvidado o lo que pretende serlo. Lo que otras personas codiciosas e inclementes ansían que desaparezca. Este ático es el escondrijo de inconfesables mentiras, el refugio en el que se apilan unos sobre otros los misterios que ya no se soportan y de los que el ser humano se avergüenza. El astuto hogar de la arrepentida existencia, pues ¡qué hacer con esas vidas que ya no se aman!

Yo había visto áticos, ¿y quién no ha visto alguno?, pero ninguno como aquél […]
Este ático, enorme, oscuro, sucio, polvoriento, se extendía kilómetros y kilómetros […] El aire no era limpio, sino como tenebroso y lóbrego; tenía un olor, un olor desagradable de vejez de cosas podridas, de cosas muertas que han sido dejadas sin enterrar, y como el aire estaba empapado de nubes de polvo, todo parecía moverse, como rielar, sobre todo en los rincones más oscuros y sombríos […]
Paso a paso, fuimos avanzando, todos a una desde la escalera […]
Lo que estaba cubierto por sábanas para protegerlo me producía escalofríos, porque aquellas cosas me parecían extrañas, fantasmales, fantasmas de muebles susurrando, murmurando. Y no quería oír lo que tenían que decirme.
(Flores en el ático: 1991: 70, 71).

Fotograma de «Flores en el ático» (1987).

Las primeras impresiones del ático inquietaron el sosiego de los hermanos Dollanganger, ya que -a pesar de su ingenuidad y pureza- contemplaron el recinto como la fosa común en la que perecerían, relegadas y destituidas, sus esperanzas por una vida afectuosa y confortable. Por este motivo, el encarcelamiento les resultó más dulce y llevadero al ser una medida temporal propuesta por el cobarde ingenio de la madre de los muchachos, Corrine, la cual actuó coaccionada por la certera crueldad de la abuela. La imaginación de la juventud, abarrotada de ensueños, trastocó sus realidades. A ojos de la fantasía, las sombras creyeron ser espectros de la noche, fieros y espeluznantes. Para los más pequeños, los ángulos colmados por la oscuridad aparentaron ser la guarida de atroces criaturas.

Otro aspecto fundamental que justifica la naturaleza del ático en el que nos hallamos y que lo vuelve un lugar aún más terrible y enfermizo es que los hermanos no fueron los primeros niños en ser encerrados por las fauces de la carencia. Allí arriba los muchachos vagaron y se arrastraron con el apetito de descubrir e identificar cada resquicio de la desesperante celda. El desconocimiento, la ignorancia y la escasez de respuestas fueron la gran aflicción de unos protagonistas acorralados por el polvo, la suciedad y el nulo devenir de la eternidad. La curiosidad, posteriormente, los haría libres, no obstante, hasta que aquello sucediera, debieron enfrentarse a la abrumadora intimidad que escondían aquellas paredes, tras averiguar que pertenecían a una genealogía de niños y niñas atrapados. Los jóvenes hermanos Dollanganger afrontaron el temor de caminar sobre los pasos de otros muchachos que como ellos habitaron décadas atrás ese mismo ático.

Fotograma de «Flores en el ático» (2014).

 La hermana mayor, Cathy, fue la primera en aguantar las taciturnas y condescendientes miradas de sus antepasados muertos. Las enmarcadas fotografías fueron una valiosa prueba que demostrara la infelicidad y el tono amenazador de sus ancestros. La tristeza salía de aquellos ojos a raudales arrasando la habitación en busca de nuevos martirios que lamentar. Poseer la convicción de no haber sido los únicos muchachos condenados conmovió las conciencias de los hermanos Dollanganger, y en su despertar la autora plantea bárbaras incógnitas como: ¿Quiénes fueron los primeros niños encarcelados de la familia Foxworth?, ¿Por cuánto tiempo habitaron rodeados por los fríos y desnudos muros del ático?, ¿Alguien los echó en falta?, ¿Se acordaban de ellos?, ¿La realidad exterior llegó a olvidarlos?, ¿Por qué encerrarían a hijos e hijas en semejantes condiciones?, ¿Llorarían por las noches?, ¿En alguna ocasión entró la muerte para llevárselos? y, la más importante, ¿Cómo escaparon?

Fotografías enmarcadas de gente de curioso aspecto pálido y enfermizo, que eran, me imagino, parientes nuestros fallecidos. Algunos tenían el pelo claro, otros oscuro, pero todos mostraban ojos cortantes, crueles, duros, amargos, tristes, serios, anhelantes, sin esperanza, vacíos, pero ni uno solo, lo juro, tenía ojos alegres […]
Se diría que era una clase, con pupitres, que tenían delante otro más grande […] A mí me atrajeron los pupitres pequeños, donde se leían, arañados, nombres como Jonathan, 11, 1864, y Adelaida, 9 años, 1879. ¡Oh, qué vieja era la casa aquella! Las tumbas de aquella gente ya no contendrían más que polvo, pero habían dejado sus nombres a su paso, para hacernos saber que también ellos habían vivido aquí. Pero, ¿por qué les habrían mandado sus padres a estudiar a un ático?
(Flores en el ático: 1991: 72, 75).

Durante muchas semanas, los hermanos se negaron a subir por voluntad propia al ático, y lo que para otros niños y niñas significa madurar y crecer acorde a su edad, la inexperiencia y la soledad ocasionó que las mentes de nuestros protagonistas tardaran más tiempo en desarrollarse. Sus cuerpos y su sexualidad germinaron en mitad de la tristeza y la incomprensión de una madre que cada día los pensaba menos. Con el paso de las semanas, la madre de los muchachos los fue olvidando, hasta dejar de presentarse para infundir cariño, optimismo y confianza a sus entumecidos estados de ánimo. Por largos periodos de tiempo, los niños no vieron a su madre.

Por consiguiente, nació el hábito de ascender con mayor persistencia al ático, donde nada ni nadie pudieran alcanzarlos, ni siquiera el tormento al que los afligía su abominable abuela o el desconsuelo de saberse abandonados.

—No tengo más remedio que quererte. Todos tenemos que quererte y que creer en ti, y que pensar que tienes siempre presentes nuestros intereses, pero míranos, mamá, y venos de verdad como somos […] Hace mucho tiempo, cuando nos hablaste por primera vez de esta casa y de tus padres, nos dijiste que sólo pasaríamos aquí encerrados una noche, y luego resultó que sólo iban a ser unos pocos días, y después que serían unas pocas semanas, más tarde unos cuantos meses…, y así han pasado más de dos años […] Este cuarto no está mejorando precisamente nuestra salud, ¿no te das cuenta? — casi gritó, mientras su rostro de muchacho se sonrojaba y su dominio de sí mismo se alargaba por fin hasta romperse.
(Flores en el ático: 1991: 292, 293).

Virginia Cleo Andrews.

Segunda parte:

La ira de Dios

—No —repuso ella, con una extraña expresión—. Hay madres a las que es imposible amar, porque no quieren que se les ame.
(Flores en el ático: 1991: 28).

La majestuosidad de toda obra de arte depende de la acción perpetrada por el antagonista. Como ferviente lectora y teórica de la literatura, opino que una gran parte del poder y atractivo sensible en una novela se acoge a la complejidad intelectual y emocional del oponente. Para que una pieza literaria entusiasme al espectador, dicho adversario debe emocionar mediante la perversidad y ser castigado con similar énfasis por sus pecados.

Generalmente en la literatura, el arquetipo femenino de la abuela se identifica con una mujer anciana encantadora y cariñosa. En la tradición oral, los cuentos populares y el folclore, las abuelas son el reflejo del afecto, la sabiduría y el sacrificio. Tales personajes simbolizan el acogedor fuego del hogar, la tranquilidad y la protección. En esencia, las abuelas son el espejo de ese amor puro, desinteresado e incondicional tan indispensable para los niños y niñas en la frágil etapa de la infancia. De modo que la villana por excelencia de la presente historia es la abuela de los muchachos.

No creáis que me vais a engañar o que os vais a reír de mí o que vais a hacer bromas a mis expensas, porque, si se os ocurre tal cosa, el castigo que recibiréis será tan duro que tanto vuestra piel como vuestro Ego recibirá heridas para toda la vida […] Y os advierto, a partir de ahora, que nunca mencionaréis el nombre de vuestro padre en mi presencia, ni haréis la menor alusión a él, y que tengo la intención de abstenerme de mirar al que se le parezca más a él de «vosotros».
(Flores en el ático: 1991: 67).

Pese a lo cual, nuestra abuela es una mujer maliciosa cuyo nombre no nos es revelado en el transcurso de la novela, pero que aprendemos a temer y despreciar a partes iguales. Esta abuela es una persona insultante, agresiva y violenta que no se corresponde con la imagen ideal suspendida en el imaginario colectivo. El mayor atributo que se le conoce es que sus creencias y comportamiento son el fruto de un nocivo fanatismo religioso. Jamás obsequió a sus nietos con palabras de aliento, no consintió en mirarlos a los ojos debido al enorme asco que sentía hacia ellos y sus dañinas y extravagantes ideas fueron el antídoto revestido de hipocresía con el que aspiraba a reeducar a los muchachos a base de vileza, escasez, hambre y animadversión. Y es que una de las incomprensibles contradicciones que atormentaron a los hermanos Dollanganger es que su abuela no los quisiera.

UN PARAÍSO EN EL ÁTICO (PARTE II)