
- La masacre de Los Surgentes |
Son las primeras horas del día cuando Dionisio ingresa a las apuradas en la comisaría. Dice ser dueño de unos campos a unos pocos kilómetros de allí, en el paraje Los Surgentes, y que esa mañana se encontró con unos cuerpos al costado de la ruta. El oficial Saldaña toma nota e, inmediatamente, parte junto a otro policía siguiendo las indicaciones recibidas. Luego de doblar en un camino de tierra que sale hacia el este de la ruta provincial Nº6, el patrullero se detiene. Los oficiales bajan del coche y, tal y como les dijo, observan unos bultos que sobresalen entre los pastizales. Cuando dan unos pasos más, se encuentran con que son siete: uno pegado al otro y con las manos atadas con alambres.
Días atrás, en la madrugada del 14 de octubre de 1976, un grupo de tareas de la dictadura irrumpía en el domicilio de Ana Lía Murguiondo. En pocos minutos, Ana era secuestrada junto a su hija de dos años y trasladada al centro clandestino El Pozo, en Rosario. Allí se encontraría a cinco personas más que también habían sido detenidas durante esa semana. Al día siguiente, un joven llamado Sergio Abdo Jalil correría el mismo destino: mientras paseaba junto a una compañera, Stella Miguel, sería vendado y subido a un auto por la fuerza. Minutos después, la mujer aparecía asesinada y los medios hablaban de un enfrentamiento. Cuando Sergio llegó a El Pozo, se encontró con tres hombres y tres mujeres que, al igual que él, pertenecían a Montoneros.
Frente a varios hombres, Ana se negó a ser interrogada. No iba a darles información a los represores. Su postura se mostraba inamovible, por eso, decidió hacerse presente el comandante de Gendarmería, amo y señor de Rosario, Agustín Feced. Luego de demostrar su valentía mediante una serie de golpes, le advirtió que, si no colaboraba, le aplicaría la picana eléctrica a su hija. Al día siguiente, para la madrugada del 17, las siete personas serían reunidas y obligadas a colocarse boca abajo. Se las esposó con las manos en la espalda y se les vendaron los ojos. Acto seguido, eran subidas a un vehículo con destino a Córdoba.
Los dos policías hacen lo que el manual indica y llaman a la jueza de paz, al médico y al fotógrafo. Se toman las huellas digitales y el doctor Minella declara que hay claras evidencias de tortura, mutilaciones y muerte por fusilamiento. Pero todo cambia cuando, como es obligación en tiempos de militares, se informa al Ejército. Allí reciben la orden de no levantar un solo proyectil, no tomar huellas y trasladar los cuerpos al cementerio como NN. A Saldaña se le indica que no debían quedar rastros ni evidencia alguna. Esa noche, los policías harán guardia junto a los cuerpos en el cementerio. Mientras tanto, en Los Surgentes, el fotógrafo se apura a quemar los negativos y, quienes habían estado presentes, planean fehacientes discursos por miedo a que, de un momento a otro, golpeen sus puertas.