CASA TOMADA: EL DÍA DE LA VERGÜENZA ARGENTINA

Por Luciano Colla |

Partimos de la abyección, de los más bajos sentimientos del hombre,
de lo inimaginable en perversión. De lo cobarde, del abuso total del poder,
de la bota que deshace la rosa o destroza la mano de un niño.
De la petulancia más deleznable del uniformado.
Osvaldo Bayer

Ocurrió el 17 de septiembre de 1977, en la calle Santiago 2815, Rosario, provincia de Santa Fe. Aquel día, el general Leopoldo Fortunato Galtieri, hombre que la historia recordará por su función durante la última dictadura militar, por encausar la guerra de Malvinas y por su afición a la bebida, logró gestar para sí su única batalla triunfal. O, al menos, así lo debió de haber interpretado en esos tiempos en los que los actos de cobardía refugiados detrás del aval de un uniforme y con la impunidad del terrorismo de Estado eran moneda corriente. Aquella noche, seguramente, se fue a dormir pensándose victorioso.

Horas atrás, los vecinos y vecinas de la cuadra se encontraron con que, en las puertas de sus casas, se desplegaba un descomunal operativo militar. Decenas de hombres armados tomaban posiciones en las calles y terrazas de la manzana. Un espectáculo del que nadie quería participar. La finalidad -lo sabrían luego- era irrumpir en una casa y secuestrar a una pareja de ciegos que formaba parte de Montoneros.

De un momento al otro, el silencio se interrumpió con el primer disparo. Era el comienzo de una de las tantas historias de la vergüenza argentina. Sin embargo, este capítulo de barbarie, cobardía y perversión tiene una especial particularidad. A diferencia de otros, no terminará con el secuestro ni con el asesinato de la pareja. Tampoco terminará el día en que los militares decidieron dejar el poder. Las últimas palabras de este capítulo infame se escribirían en democracia.

Emilio y María Esther.

LA CAZA DE LOS CIEGOS

Dicen que la redada no dio tiempo a los perseguidos. Emilio Etelvino Vega y María Esther Ravelo -de 33 y 23 años- escucharon dos disparos y comprendieron que todo estaba dicho. Los militares acababan de entrar en la casa y asesinar a su compañero Juan Carlos Amador, que se encontraba durmiendo en el piso de abajo. Sería cuestión de segundos para que dieran con su habitación.

El operativo parecía sacado de una película hollywoodense. La manzana entera había sido bloqueada y, en los cuatro flancos, se dispusieron comandos armados de cien efectivos. Además, todos los lados de la casa estaban siendo celosamente vigilados. Entre nidos de ametralladoras que custodiaban las salidas de la propiedad, equipos formados por militares, gendarmes y policías se prepararon minuciosamente para la acción. No podían fallar.

Cuando alguien dio la orden, un grupo irrumpió en la propiedad y fue directo a buscar a los ciegos. Poco después, la pareja era sacada por la fuerza y secuestrada junto a su hijo de tres años, Iván. Detrás, otro militar se llevaba a la mascota de la familia, un ovejero alemán que el matrimonio usaba como perro lazarillo. El destino les depararía caer en manos de Agustín Feced, militar conocido entre sus pares por su diestro manejo de la picana eléctrica. El represor, quien tiempo después sería acusado por ser el principal responsable de la desaparición de 520 personas en la provincia, les dio a Emilio y a María Esther el recibimiento usual que les otorgaba, sin distinción, a quienes eran llevados a los recintos clandestinos.

Aquella vez, como le ocurrió en más de una oportunidad, se le “fue la mano”; “secuelas de la guerra sucia”, diría Videla tiempo después. En el caso de Emilio y María Esther, esta secuela fue el resultado de torturas y abusos para obtener información sobre el paradero de un jefe montonero. Concluida la labor, ambos pasarían a formar parte de la larga lista de personas desaparecidas.

A su hijo Iván le reservarían una suerte distinta. Dos días más tarde, y como si nada hubiera ocurrido, cuatro hombres que viajaban en un Renault blanco se presentaron en el domicilio de la prima de María Esther, la señora Simoncini. Cuando ella abrió la puerta, simplemente se limitaron a entregarle al niño y a decir: “Te lo manda tu prima”. Y eso era todo lo que iba a saber.

Pero la historia no terminaba allí. Vendría luego la compensación por la labor ofrecida. Era tiempo de pasar a cobrar.

SOBRE LA ÉTICA MILITAR

Una tarde, varios camiones del Ejército llegaron a la calle Santiago 2815 y se estacionaron frente a la puerta. Ante la incrédula mirada de los vecinos y vecinas de la cuadra, y sin ningún tipo de discreción, los hombres de la dictadura bajaron y se dirigieron a la casa. Tras unos minutos dentro, volvieron a aparecer cargando las pertenencias de la familia. Una a una, pieza a pieza, todo fue saqueado. Desde la maquinaria de la sodería que funcionaba allí como pantalla para los trabajos de militancia y un coche Ford 100 hasta las pertenencias de Iván. Recién cuando la casa quedó completamente vacía, los camiones se pusieron en marcha y partieron como habían llegado. El silencio volvió a reinar ante la perplejidad de los vecinos que observaban. O eso creyeron al menos por un tiempo.

Alejandra Fernández de Ravelo, madre de María Esther, cuenta que el 15 de septiembre de 1977, dos días antes del brutal operativo, su hija la llamó con voz nerviosa para pedirle si podía acoger a su hijo por un tiempo, ya que su marido se encontraba enfermo. Quiso el destino que, días más tarde, viajara desde la ciudad de Santa Fe y llegara a la casa para encontrarse con “un camión del Ejército llevándose las últimas cosas que quedaban”. “Estaban cargando todos los bienes, muebles de mi hija, sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo”, contaría años después frente a los representantes de la CONADEP, recordando además que la gente le advertía que no se acercara porque la iban a llevar a ella también. Llegaría luego el momento que coronaría a esta historia de infamia e ignominia.

Semanas después de efectuado el gran operativo, los militares irían por su botín mayor: la propiedad. A partir de aquel entonces, lo que en el barrio siempre se había conocido como “la casita de los ciegos” pasaba a pertenecer, sin derecho a explicaciones, a la Gendarmería Nacional. Era la muestra máxima de bajeza y cobardía, de autoridad y poder contra todo el pueblo argentino. Y de este modo se mantendrían las cosas a lo largo del tiempo, trascendiendo al Gobierno de facto y perdurando silenciosamente en democracia.

Alejandra Fernández de Ravelo.

LA CASA ESTÁ EN ORDEN

Durante diecisiete años, esta casa permaneció ocupada ilegalmente. Diecisiete años que no distinguieron entre golpistas y demócratas. Diecisiete años de usurpación y aval de la Justicia y de unos funcionarios que supieron permanecer en el poder sobreviviendo al paso de los Gobiernos. Diecisiete años de lucha con una democracia que le daba la espalda a la justicia.

En noviembre de 1978, el Comando del II Cuerpo de Ejército decidió “ceder” la casa al Centro de Suboficiales y Gendarmes Retirados y Pensionados. A partir de ese momento, la casa de los ciegos pasaría a ser una suerte de salón de usos múltiples para que sus verdugos dispusieran de él. Allí mismo, con el cinismo que caracterizó aquellas épocas, los militares realizaron fiestas familiares, bautismos, cumpleaños, asados o, simplemente, reuniones para jugar a las cartas o hacer apuestas.

Recordará Alejandra que, al cabo de un tiempo, volvió a la casa. La sodería no existía más, ni quedaban rastros. Cuando llamó a la puerta, un hombre se asomó por la ventana y ella alcanzó a ver en el interior una mesa y una máquina de escribir. Preguntó por el lugar y solamente se limitó a contestarle que la propiedad ahora era del Gobierno, ya que, anteriormente, había pertenecido a unos subversivos.

Con el regreso de la democracia, Alejandra y su nieto Iván, junto a los organismos de derechos humanos, iniciaron un trabajo de denuncias e investigación para averiguar el paradero de Emilio y María Esther y para recuperar la casa robada por los militares. El abogado que los representó, Norberto Olivares, explicaba: “Primero fuimos a los tribunales federales y denunciamos a los gendarmes por usurpación”, pero la respuesta recibida se amparaba en las leyes del Gobierno de Alfonsín de Obediencia Debida y Punto Final. Les quedaba, por lo tanto, recurrir a la última opción: “Fuimos al fuero civil e hicimos un juicio de desalojo”.

Vendrían por delante largos años de lucha, entre laberintos de la burocracia, funcionarios que no se presentaban o militares que se escondían. Será durante esos tiempos que el nuevo presidente, el “padre de la democracia”, dirá a la población “la casa está en orden”. Irónicamente, en la casa tomada, nadie se quería hacer responsable.

María Esther y Emilio en su casamiento.

DE LA JUSTICIA Y OTROS DEMONIOS

Fue en otra tarde tranquila de agosto, pero de 1994, cuando los vecinos y vecinas de la calle Santiago vieron cómo los camiones verdes se estacionaban frente a la puerta del 2815 sin comprender lo que ocurría. Como si el tiempo hubiese vuelto hacia atrás o desease jugarles una mala pasada, los militares descendían nuevamente de sus vehículos frente a lo que alguna vez había sido la casa de los ciegos. Sin embargo, esta vez, el proceso fue inverso.

Silenciosamente e intentando no llamar demasiado la atención, ya que el fallo de la Justicia aún no había salido a la luz, comenzaron a cargar las cosas que tenían dentro de la propiedad en los camiones. Al igual que ocurrió antes de que los genocidas dejaran el poder en 1983, los gendarmes tuvieron su momento para limpiar, en la medida de lo posible, las huellas de lo que había sido su paso por el lugar. Al poco tiempo, la puerta se cerraba y los uniformados partían como habían llegado.

El retorno a la democracia no proporcionó la justicia esperada, pero sí permitió que se pudiera forjar una lucha que daría sus frutos. Alejandra se unió a las Madres de Plaza de Mayo y, junto a su nieto, comenzaron el proceso para recuperar la casa robada. Finalmente, el jueves 29 de diciembre de 1994, se acordó el traspaso de la vivienda y, días más tarde, el hijo de Emilio y María Esther volvía a pisar la casa de la que lo habían secuestrado cuando apenas tenía tres años. Y el logro no fue pequeño: la casita de los ciegos es una de las pocas y primeras propiedades recuperadas en el país luego de las apropiaciones efectuadas durante el terrorismo de Estado. Pero a esta historia aún le falta un capítulo más.

Madres de Plaza de Mayo en Campo San Pedro, donde se habían hallado los restos de María Esther y de siete personas desaparecidas más.

El 9 de junio de 2010, por declaraciones realizadas por el exagente de Inteligencia del Ejército Eduardo “Tucu” Costanzo, se allanó una fosa común en campo San Pedro, propiedad del Ejército. El exrepresor afirmó que «la cieguita fue una de las veintisiete personas que, luego de ser secuestradas en el centro clandestino de detención La Calamita, fue trasladada a un chalet de Monje, asesinada y, después, enterrada en un campo cercano a Laguna Paiva”. Constanzo también declaró que “la disposición final de los veintisiete detenidos se hizo en Monje con inyecciones letales, que se las colocaron Armando Pelliza y Juan Carlos Bossi”, quien también «les ponía la corbatita (una delgada goma utilizada para extraer sangre) para que mueran asfixiados”.

La noticia llegó a los medios días más tarde y confirmó que el Equipo Argentino de Antropología Forense había corroborado que uno de los ocho cuerpos encontrados en la fosa pertenecía a María Esther.

Al día de hoy, Emilio Etelvino Vega continúa desaparecido.

Emilio Vega, María Esther Ravelo y su hijo Iván.

El 23 de marzo de 1995, fecha en que se inauguró la Casa de la Memoria en lo que aún hoy en el barrio llaman “la casita de los ciegos”, el historiador Osvaldo Bayer concluyó su discurso diciendo:

“Para mí, hoy es como entrar en el paraíso.
No deseo otro paraíso que este.
Que el de la verdad, el de la justicia, el de la eterna lucha por los valores éticos.
Esta casa es un templo, mucho más que las iglesias que fueron manchadas con sangre al darle el sacramento a los asesinos.
Un templo de la dignidad.
Gracias Emilio Etelvino Vega. Gracias María Esther.
Gracias a ustedes”.

*Artículo publicado en revista Livertá! edición noviembre-diciembre 2018

Fuentes consultadas:
– El Rosario de Galtieri y Feced, por Carlos del Frade.
Rebeldía y esperanza, por Osvaldo Bayer.