A CUATROCIENTOS SESENTA Y NUEVE METROS DEL INFIERNO

  • Estados Unidos y la bomba atómica sobre Nagasaki |

A las primeras horas del día, al igual que se había hecho en Hiroshima, dos aviones B-29 partieron para hacer el reconocimiento climático. Esa misma mañana, otro avión atravesaba el cielo de Japón. Llevaba consigo la bomba atómica que habían llamado Fat Man y, si todo salía según los cálculos, en poco tiempo debía estar causando otro desastre nuclear. Si bien el objetivo inicial era la ciudad de Kokura, cuando los aviones llegaron la zona estaba cubierta de nubes en un 70%. Era poco lo que se veía y consideraron riesgoso operar así. Por eso, tras calcular que de seguir esperando el combustible no alcanzaría, se dirigieron rumbo al objetivo secundario: la ciudad de Nagasaki.

Cuando llegaron, se encontraron con que la situación era similar. Se evaluó la posibilidad de regresar y descartar la bomba en el mar, pero, finalmente, se decidió lanzarla pese a que no se divisara el objetivo. A último segundo, cuando no quedaba demasiado tiempo, un claro se abrió en el cielo. A las 11:01, la bomba comenzó a caer. Cuarenta y tres segundos más tarde, a 469 metros de altura sobre Nagasaki, comenzaba el infierno. Era el 9 de agosto de 1945, Estados Unidos ya había bombardeado casi 70 ciudades antes del lanzamiento de Little Boy y Fat Man y dejado un saldo estimado de víctimas que se iría incrementando hasta llegar a las 246.000. Una masacre sin precedentes.

Días después, Japón presentaba su rendición a la Segunda Guerra Mundial y sería ocupado por las fuerzas estadounidenses. Escribiría más tarde un periodista australiano que logró recorrer el único hospital fuera de la ciudad que la gente que había sobrevivido al cataclismo continuaba muriendo “en forma enigmática y aterradora, de síntomas desconocidos”. Las heridas, en un comienzo, eran atendidas como quemaduras comunes, pero la gente se licuaba por dentro: «Presentan fallas multiorgánicas, pierden el apetito y el pelo de la cabeza, sus cuerpos se cubren de manchas azules y, antes de morir, sangran por los ojos, la nariz y la boca».

Por su parte, Estados Unidos publicaba informes asegurando que la explosión no había dejado rastros de contaminación y que la radiación no causaba «sufrimiento inhumano». Era, según ellos, «una manera muy placentera de morir». Y, por si a alguien le quedaba alguna duda, la tapa del New York Times completaba: “No hay radiactividad en la destruida Hiroshima”. Mientras tanto, continuaban con la metodología de instalar miedos y enemigos en lo distinto, peligros que irían variando según las necesidades. Lo que acababa de ocurrir había sido uno de los actos criminales más importantes, crueles y sádicos de la historia. Un asesinato masivo premeditado, un genocidio muchas veces no reconocido como tal. Una muestra sin precedentes del verdadero terrorismo, el terrorismo oficial.