GHASSAN KANAFANI: EL DRAMA DEL EXILIO; EL ANHELO DEL REGRESO

Por Jorge Montero |

«Boca abajo, con el pecho pegado a la tierra húmeda, Abu Kais la sentía palpitar bajo su cuerpo. Eran los latidos de un corazón cansado. Todo se fundía en un solo palpitar, desde la más pequeña partícula de arena hasta la parte más recóndita de su ser. Siempre que pegaba el cuerpo a la tierra, sentía el mismo latido. Era el corazón de la tierra que, desde lo más profundo de sus entrañas, pugnaba por abrirse un camino en busca de la luz. Hacía tiempo que había sentido ese latido por vez primera, allá en Palestina. Hasta se lo había dicho un día a su vecino, con el que labraba a medias el mismo campo, en aquella tierra que venía abandonado hacía diez años».
Ghassan Kanafani en «Hombres al sol».

El 8 de julio de 1972, un auto estalla en mil pedazos en Hazimiya, un barrio de Beirut cercano a la carretera de Damasco. El explosivo había sido colocado por el Mossad israelí, en plena campaña de aniquilación de referentes de la resistencia palestina en cualquier parte del mundo y con total impunidad. El objetivo, esa tarde, era un joven narrador de 36 años, tuberculoso y enfermo del corazón, que segundos antes subía a su auto en compañía de su sobrina de 17 años y de sus propios fantasmas.

La hermana de Ghassan relata: «La mañana del sábado 8 de julio de 1972, sobre las 10:30, Lamees -la sobrina de Kanafani- y su tío salieron juntos a Beirut. Un minuto después de que salieran oímos una explosión muy fuerte que hizo tambalearse todo el edificio. Inmediatamente sentimos miedo, pero temíamos solo por Ghassan y no por Lamees porque habíamos olvidado que Lamees estaba con él y Ghassan era el objetivo de la explosión. Corrimos al exterior, todos llamábamos a Ghassan, nadie llamaba a Lamees. Lamees todavía era una niña de 17 años. Todo su ser anhelaba vida y estaba repleto de ella. Pero sabíamos que Ghassan era quien había elegido este camino y caminado por él. Precisamente el día anterior Lamees había pedido a su tío que redujera sus actividades revolucionarias y se concentrara más en escribir historias. Le había dicho: ‘Tus historias son preciosas’ y él le había contestado, ‘¿Volver a escribir historias? Escribo bien porque creo en una causa, en principios. El día que abandone esos principios mis historias se volverán vacías’. Pudo convencerla de que la lucha y la defensa de los principios es lo que en última instancia lleva al éxito en todo».

Si Mahmud Darwish representa a la poesía palestina, la influencia de Ghassan Kanafani en la narrativa de su país alcanza una dimensión aún más trascendente. No se trata apenas de un novelista que marcó un antes y un después en el género, sino también del escritor capaz de aportarle a la literatura árabe un tema central de dos caras en el imaginario palestino: el drama del exilio; el anhelo del regreso.

Nacido en la ciudad palestina de Akka en el año 1936, tuvo que exiliarse junto a su familia y a cientos de miles de palestinos más, dirigiéndose primero al Líbano y luego a Siria. Eran los tiempos de la «Nakba». La «Catástrofe» que representó la expulsión masiva de su pueblo en el año 1948, a manos de los ocupantes sionistas y la creación artificial del Estado de Israel.

«En ese entonces yo era joven, así que probablemente disfruté esos días debido a que impedían que fuese al colegio […] Tú y yo y los demás de nuestra edad éramos demasiado jóvenes para entender lo que significaba lo sucedido de principio a fin, pero esa noche los hilos comenzaron a ser más claros», escribe en «La tierra de las naranjas tristes». «Yo estaba parado contra la vieja pared de la casa cuando vi a tu madre subir a la camioneta, seguida por tu tía y los niños. Tu padre comenzó a subir a tus hermanos, hermanas y a ti a la camioneta, arriba de todas las pertenencias […] y luego me tomó y me alzó por arriba de su cabeza y me depositó sobre el techo del auto. Por la tarde, cuando llegamos a Sidón, nos convertimos en refugiados».

Se dedicó a la enseñanza en los colegios de la UNRWA (Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo) tras un paso incompleto por los estudios universitarios de literatura árabe en la universidad de Damasco, época en la que ya comenzaba su activismo político panarabista y a favor de los derechos de su pueblo. Tras una breve estancia en Kuwait se traslada a Beirut, centro neurálgico de la actividad intelectual árabe, donde se dedica a escribir y orientar varios periódicos. «La causa palestina no es una causa solo para los palestinos, sino una causa para toda persona revolucionaria donde quiera que esté, ya que es una causa de las masas explotadas y oprimidas de nuestro tiempo».

Artista de múltiples facetas, Kanafani construyó, a lo largo de sus apenas 36 años de vida, una obra singular como narrador, periodista, historiador, pintor y dramaturgo: En tan prolífica existencia, publicó cuatro novelas memorables («Hombres en el sol», 1963, «Lo que os queda», 1966, «Um Sa’ad», 1969 y «De vuelta a Haifa», 1969), 57 relatos breves, tres obras teatrales y una multitud de ensayos políticos y artículos periodísticos, además de realizar su tarea como traductor.

Sus relatos cuentan la historia trágica de palestinos y palestinas comunes, ya sea su vida bajo la ocupación o, más a menudo, en el exilio y los campos de refugiados. La propia experiencia de Kanafani de vivir en ellos se refleja en varias obras cuyo protagonista es un niño que crece rodeado de miseria y nostalgia para encontrar su identidad como palestino. Muchos cuentos y novelas se centran en hombres jóvenes que se unen a los fedayín, escritos en un momento en que la nueva generación, los llamados «niños de los campos», se movilizaba para resistir a la ocupación directamente después de casi veinte años de confiar en las promesas de los estados árabes, carentes de voluntad.

En una carta dirigida a su hijo daba sentido a esta búsqueda de la identidad palestina: «Te oí preguntar a tu madre en la otra habitación: ‘Mamá, ¿soy palestino?’. Cuando ella contestó ‘sí’ cayó un denso silencio en toda la casa. Fue como si hubiera caído algo que pendía sobre nuestras cabezas, explotara su ruido y después, silencio. Luego […] te oí llorar. No podía moverme. Algo mayor que mi conciencia estaba naciendo en la otra habitación a través de tus sollozos desconcertados. Era como si un bendito escalpelo te estuviera cortando el pecho y colocando en él el corazón que te pertenece. […] Era incapaz de moverme para ver qué ocurría en la otra habitación. Sin embargo, sabía que una patria distante estaba naciendo otra vez: colinas, olivares, personas muertas, pancartas desgarradas y otras plegadas, todo ello abriéndose camino hacia un futuro de carne y hueso, y naciendo en el corazón de otro niño. […] ¿Crees que el hombre crece? No, nace de pronto – una palabra, un momento, penetra en su corazón hasta un latido nuevo. Una escena puede arrojarlo desde el techo de la infancia a la rugosidad del camino».

Su militancia en el FPLP (Frente Popular para la Liberación Palestina) lo lleva a criticar abiertamente a los regímenes árabes retrógrados como los de Jordania y Arabia Saudita, además de rechazar negociaciones de otras fracciones de la Organización de Liberación Palestina (OLP), sobre todo el Fatah de Arafat, con el ocupante israelí. «Una conversación entre la espada y el cuello», según sus palabras, «para nosotros los palestinos, liberar nuestro país, tener dignidad, ser respetados, tener nuestros meros derechos humanos es tan esencial como la vida misma». Opiniones «difamatorias» que volcaba en el periódico «al-Hadaf», y por las que fue detenido en 1971.

Aun cuando su vida fue terriblemente corta, Ghassan Kanafani entendía perfectamente el significado del sacrificio por una causa revolucionaria: «Por supuesto, la muerte significa mucho. Lo importante es saber por qué. En el contexto de la acción revolucionaria el sacrificio es una expresión de la forma más elevada de entender la vida y de la lucha por hacer la vida digna de un ser humano. El amor a la vida de una persona se convierte en amor a la vida de las masas de su pueblo y en su rechazo de que la vida de estas siga estando llena de miseria, sufrimiento y continuas privaciones. Por lo tanto, su forma de entender la vida se convierte en una virtud social, capaz de convencer al combatiente militante de que el sacrificio es una redención de la vida de su pueblo. Esta es una máxima expresión de apego a la vida».

Su funeral fue un acontecimiento masivo donde se reunieron miles de palestinos y simpatizantes de su causa, que rindieron homenaje a uno de los símbolos de la resistencia creativa, con solo 36 años. Refería a sus alumnos en las escuelas: «El objetivo de la educación es corregir la marcha de la historia. Por eso tenemos que estudiar historia y comprender su dialéctica para construir una nueva era histórica en la que vivan los oprimidos después de ser liberados por medio de la violencia revolucionaria de la contradicción en la que estaban presos».

Atrás quedaban, para siempre, sus cuentos infantiles, sus personajes contradictorios, sus frases letales («Sonaron doce campanadas. La última, como ese estremecimiento de lasitud que se produce cuando se derrama la última gota de esperma», escribió), sus metáforas perfectas («Nos replegábamos en nosotros mismos como banderas arriadas»), su decisión de no dejarse vencer por la tristeza y afrontar los riesgos de la lucha, su talento único. Atrás, también, quedaba para siempre el corazón errante de un escritor que supo dejar registro del pulso de una patria esquiva, pero siempre dispuesta a ser rescatada.

«Todo en este mundo se puede hurtar y robar, excepto una cosa: el amor que emana del ser humano por un compromiso firme con una convicción o una causa», afirmaba Ghassan Kanafani.