Por Candela Rocío Olivieri Carabajal |
En la presidencia de Nicolás Avellaneda, a mediados del siglo XIX, la colonización llegó a lo equívocamente llamado “Desierto”. En una tierra ya habitada y ocupada por los pueblos originarios mucho antes de la llegada de los blancos con sus caballos y modernidades a ella, ocurrió una de las masacres más grandes de la historia patagónica, donde la desigualdad de condiciones de lucha junto con el odio que recibían fueron los protagonistas para el desenlace terrorífico que sufrieron los que residían en aquellas tierras del sur.

El 14 de agosto de 1878, el entonces presidente de la República Argentina Nicolás Avellaneda envió al Congreso un proyecto para poner en pie la Ley de 23 de agosto de 1867.
Durante la presidencia de Bartolomé Mitre, en 1867, se promulgó la Ley 215, la cual establecía que la frontera de los indígenas debía trasladarse al norte de los ríos Negro y Neuquén. Luego, en 1875, en el proceso de consolidación del Estado nacional y posterior a la guerra del Paraguay, el ministro de Guerra de ese momento, Adolfo Alsina, propuso un plan de acción. Este mismo consistía en hacer avanzar la frontera sur haciéndose de lugares estratégicos y fundando nuevas poblaciones. En 1878 se creó, incluso, la gobernación de La Patagonia, pero el proyecto no pudo seguir en marcha por dos inconvenientes principales: la mayor severidad de algunos altos oficiales del Ejército y la repentina muerte del ministro Adolfo Alsina.
Las tribus indígenas habitantes de la Patagonia fueron despojadas de forma sangrienta por el Ejército Argentino. El general Julio A. Roca (quien fue declarado ministro de Guerra por Avellaneda luego de la muerte del exministro Alsina) era quien se caracterizaba por querer adueñarse de las tierras ancestrales por sus riquezas agrícolas, además de destilar odio hacia las comunidades indígenas que declaraba sin temor alguno como bárbaros y salvajes por no llevar un estilo de vida civilizado, y que, por lo mismo, no merecían ocupar el territorio que confirmaba éxito económico a la Argentina en un futuro.
Sucedía que el Estado argentino, anterior al inicio de la conquista, no había completado su plan de expansión de territorio que garantizaba éxito agroexportador para el país. La Patagonia era una zona que, curiosamente, todavía no presentaba la característica de ser explotada económicamente por el Gobierno argentino, por lo que pusieron todo en marcha para que esto mismo ocurriera. Dicha expansión de territorio era en beneficio del Estado, para así poder incorporarse al mercado mundial como socios dependientes del dominio inglés.

El joven general Julio Roca reemplazó a Alsina, tomando su puesto como nuevo ministro de Guerra y poniendo en práctica hazañas realmente violentas, con destinos sangrientos para las comunidades del sur. En búsqueda de la modernización y la civilización, el ejército de la república masacró y esclavizó a unos 20 mil indígenas aproximadamente, y quedaron millones de hectáreas vacías y listas para enriquecer a los ingleses, entre otros grupos sociales que salieron victoriosos gracias a la conquista.
La desalmada manera de conquistar las tierras que impuso Roca fue la más violenta y sangrienta de la historia, pero no fue la primera. Ya los pueblos originarios habían sufrido intentos de conquista anteriormente, ya que entre 1833 y 1834 el Gobierno de Rosas realizó la primera campaña contra ellos, de la cual resultaron 3200 muertos y 1200 prisioneros. Además, existieron interrupciones a las comunidades por parte de las colonias inglesas, por lo cual, la resistencia de las comunidades se caracterizaba por unos cuantos años largos de lucha.
El ejército estaba conformado por alrededor de 6000 soldados, quienes invadieron y conquistaron a sangre fría las tierras patagónicas. Pero no solo se unieron a la conquista los soldados del ejército, sino que también fueron partícipes de la masacre grupos de curas para evangelizar a los “indios” y científicos llegados del extranjero con el fin de someter a pruebas a los indígenas.
Con una ofensiva militar realmente exitosa y novedosa, el plan de Roca constaba de dos instancias: una ofensiva sobre el territorio comprendido entre el sur de la provincia y Río Negro por un lado y, por el otro, una marcha coordinada de varias divisiones para impactar en las cercanías de lo que hoy conocemos como Bariloche.

La expedición tuvo cinco divisiones operativas. La primera fue con el general Julio Argentino Roca y su jefe de estado mayor el coronel Conrado Villegas; la segunda división estaba conformada por el coronel Nicolás Levalle; la tercera, a órdenes del coronel Eduardo Racedo al frente; la cuarta, bajo el mandato del teniente coronel Napoleón Uriburu; y la quinta y última división, bajo la dirección del coronel Hilario Lagos. De la última división se desprendieron dos columnas, una con Lagos y otra con el teniente coronel Enrique Godoy. Cada una de ellas debían lograr llegar a un punto exacto.
El ejército no cedió oportunidad de margen a las tribus, todo gracias a su moderno armamento, como los fusiles Remington, los cuales tenían la capacidad de realizar hasta seis disparos por minuto. En cambio, los pueblos indígenas contaban con lanzas de tacuara de unos cuatros metros de largo, cuchillos y boleadoras. No obtuvieron chance de contraatacar justamente al ejército de soldados bien armados y organizados que los atacaba sin piedad alguna y de las formas más imprevistas posibles.
Los prisioneros indígenas fueron utilizados como obra de mano económica en estancias, en trabajos agrícolas, en obrajes, etc. Otros fueron enviados al ejército o a la marina. Los que fueron determinados como los más peligrosos para la sociedad fueron confinados a la isla Martín García donde pasaban sus días tallando piedras para las calles adoquinadas de Buenos Aires. Además, grupos numerosos fueron expuestos en museos como objetos luego de ser masacrados. Los últimos murieron por la precaria alimentación y las enfermedades que circulaban. Los caciques que lograron sobrevivir no tuvieron más remedio que dar brazo a torcer y aceptar la conquista, optando por vivir tranquilos bajo el mandato del que era entonces Gobierno.

La campaña ocasionó la muerte de al menos 14.000 indígenas, muertes producidas por los combates en la tierra misma o ataques sorpresivos hacia las tribus, sin oportunidad de defensa. Tanto hombres como mujeres fueron separados, para así evitar la reproducción y, consecuentemente, la descendencia. Muchas mujeres y niños fueron penados a una vida de semiesclavitud, donde debían trabajar como servicio doméstico para el hombre blanco, ser su servidumbre. Los niños y las niñas eran apartados para siempre de sus familias, con destinos decididos por la sociedad civilizada.
Cualquiera fuera su destino, las grandes comunidades indígenas, como los tehuelches, mapuches, ranqueles y puelches, lograron ser desintegradas e invisibilizadas desde un principio, obligándolos a abandonar sus tierras de residencia de alguna forma u otra. Ocasionaron una aculturación sobre ellos y lograron su objetivo final: la expansión de territorio sin importar el costo, y la exterminación y desmembramiento de dichas comunidades tan repudiadas por el hombre blanco.
Las operaciones seguirían por unos cuantos años más capturando centenares de cautivos, y el Estado tomaría, finalmente, la posesión de 500 mil kilómetros cuadrados de territorio. Territorio que fue repartido y dividido entre políticos, militares y terratenientes. Por su lado, Roca se preparaba para su siguiente misión: convertirse en el presidente de la República a partir del año 1880.
Por todo lo anterior, se puede declarar la Conquista del Desierto como una campaña genocida hacia las tribus de indígenas situadas en Argentina, convirtiéndose todo lo que vivieron en una negación de su derecho de existencia, no solo por los fusilamientos y maltratos con la única explicación de odio hacia ellos, sino también por la aculturación ejercida y obligada hacia los pueblos como grupo humano, la exterminación absoluta de su cultura, de sus ideologías y creencias mediante la supresión e invisibilización.