MÁS TEMPRANO QUE TARDE, SIN REPOSO

  • Miguel Enríquez |

Eran tres coches. Deambulaban la zona como si estuvieran buscando algo o, más precisamente, a alguien. Cerca del mediodía doblaron por la calle Santa Fe y, cuando llegaron al 700, aminoraron la velocidad. Fue ahí cuando Miguel Enríquez los observó pasar. Miraban ventana por ventana, detenidamente, y la casa número 725 no sería la excepción. A contrarreloj, Miguel decidió, junto a Sotomayor y Bordas, que había que actuar. La DINA estaba tras sus pasos y el tiempo se acababa. Cerca de la 13:00, Carmen, la compañera de Miguel, regresó a la casa. Allí se encontraría con varias armas sobre la mesa y una pila de papeles que ardía en el fuego. Faltaban segundos para que alguien disparara la primera bala.

Hacía más de un año que Pinochet había tomado el poder, que Allende había decidido no entregar el país y que los militares habían instalado el infierno sobre Chile. Para los altos mandos, llegar a dar con Enríquez no había sido nada fácil. Se había convertido en la persona más buscada y, lejos de aceptar el asilo político, se mantenía en la clandestinidad organizando la lucha. Ese mismo hombre que, para 1965 y con tan solo 21 años, había escrito una tesis revolucionaria en lo que sería la fundación del MIR. Dos años después, ya era secretario general. Tras un tiempo en la clandestinidad por persecuciones del Gobierno de Eduardo Frei, la situación parecía cambiar.

Sin perder la línea ni formar parte de estrategias reformistas, pero a su vez sin aislarse de la realidad social, Enríquez explicaría, antes de las elecciones que darían a Allende como ganador, que adoptaban una política de «no llamar masivamente a la abstención electoral». Al mismo tiempo, le reconocían «la representación de los intereses de los trabajadores», siempre en defensa «de lo conquistado». Años más tarde, a escasas horas de que las bombas del Plan Cóndor cayeran sobre La Moneda, propondrá a Allende dirigir a las masas para la resistencia desde la clandestinidad. Pero este se negará argumentando que cumpliría hasta su muerte con su responsabilidad: «Ahora es tu turno, Miguel». Al poco tiempo, pagaba con su vida.

Los meses siguientes, mientras lo rastreaban, Miguel intentaría la reorganización del MIR. Entendía que, en su caso, el exilio era desertar, «lo que no solo tiene valoraciones éticas negativas», sino que significaba dejar al pueblo a su suerte, acto «siempre condenable por más que se disfrace de las más eufemísticas argumentaciones políticas». Tras un sinfín de torturas, el paradero obtenido parece ser el correcto. Luego, los disparos. Dos miembros del MIR lograrían escapar; Miguel, entre tanto, se quedaría junto a Carmen que estaba embarazada. Cuando el final ya parecía ineludible y un helicóptero sobrevolaba la casa, Miguel decidió salir por el patio. Allí, diez tiros que soñaban atravesar sus ideas impactaron en su cuerpo. Quedaba la semilla de su lucha, sembrada bajo las calles ensangrentadas de Santiago. Sabiendo que, más temprano que tarde, y sin reposo, renacerá para hacer pagar su culpa a los traidores.