
- La muerte de Miguel Hernández |
Los primeros días de septiembre lo encontraron viajando desde Orihuela hacia Madrid. Hacía dos meses que había comenzado la guerra civil española y el pueblo unido se levantaba en armas para combatir al fascismo. Luego de algunas colaboraciones, finalmente, Miguel Hernández se incorporaría a las milicias populares del Quinto Regimiento. Desde allí, buscando espacios, alternando la pala y el fusil con la pluma y el papel, entre trincheras y poemas, comenzaría a trazar las primeras líneas que conformarían su obra Viento del pueblo. Tenía apenas 26 años, cientos de instantes urgentes por transcribir y una vida de lucha.
Dicen que, bajo el cielo de alguna tarde de Madrid, al igual que lo hacía siempre, logró encontrar un momento de paz y se sentó con su cuaderno. Serían tan solo ocho años los que podría dedicarles a sus escritos, y seis de ellos desde la adversidad, entre frías rejas o improvisados refugios. Ese día, bajo el sol de una España en lucha, habló de ese pueblo desnudo que ayer amanecía «sin qué ponerse, hambriento y sin qué comer”, y hoy lo hace aborrascado y sangriento, fusil en mano, «para acabar con las fieras que lo han sido tantas veces». Un sueño que le sería recurrente mientras, afuera de sus páginas, las palabras se traducían en realidad.
Terminada la guerra, para abril de 1939, Miguel Hernández se trasladó buscando apoyo. En la frontera con Portugal, fue detenido por las autoridades y entregado a los franquistas. En ese mismo momento, sus recientes textos son impresos y preparados para la venta. Pero los tiempos ya habían cambiado: en la nueva España, no pasarán el filtro fascista y serán destruidos. Los días siguientes lo encontrarán buscando rumbos obligados hasta que, finalmente, alguien lo delatará dando comienzo a un periplo de encierros, condenas, frío y enfermedades. Durante su estadía en prisión, recibiría la visita de intelectuales que buscaron comprar sus palabras pidiéndole que colaborara con Franco. Pero Hernández no aceptó traicionarse ni refugiarse en privilegios para salvar su vida.
El 28 de marzo de 1942, a los 31 años de edad, luego de un largo tiempo sin recibir atención médica ni buena alimentación, la bronquitis, el tifus y la tuberculosis terminarían con su vida. En su poema ‘Sentado sobre los muertos’, le hablará a su gente, esa que combatía con los sueños intactos. Esa que, “aunque le faltan armas”, no desfallece mientras le queden puños, uñas y dientes. «Bravo como el viento bravo, leve como el aire leve», llamará a asesinar a quien nos asesina y aborrecer a quien aborrece «la paz de tu corazón». Lleno de dolor y sueños, en medio de su pueblo en guerra, en defensa, escribiendo mientras el alma suene, sentado sobre la sangre derramada, y sobre su propia muerte. Así, siempre, si fuera necesario.