Por Jorge Montero |

Delgada, taciturna, marcada por la resignación, Josefina Manresa, andaluza de Jaén, sabía que el cuerpo desgarrado de su Miguel no soportaría el yugo impuesto por el franquismo triunfante.
Desde que Miguel Hernández muere víctima de la tuberculosis, en la correccional de adultos de Alicante, el 28 de marzo de 1942, cuando iba a tener sólo 32 años, Josefina dedicará su vida a velar por el recuerdo y la difusión de la obra de su compañero.
Enemiga de las declaraciones grandilocuentes, fueron muy pocas sus entrevistas con la prensa, aun después del período de la transición española. Obligada a hacer memoria, relata con timidez: «Yo tenía dieciocho años cuando formalizamos nuestro noviazgo, en 1934. Pero le quería desde mucho antes. Es decir, que me enamoré de él en cuanto le conocí. Y siento aún tan vivo este amor que hasta podría decir que estoy a gusto con mi herida».
Conminada a sintetizar su vida tras la muerte del poeta, Josefina contó: «Miguel no ha muerto para mí más que en lo material, porque sigo sintiéndolo a mi lado, y gracias a su recuerdo y a su presencia sigo viviendo. Además, está nuestro hijo, Miguel. En cuanto a lo literario, guardo todos los papeles, aun los más borrosos; todos sus escritos a mano, tengan o no valor, se hayan publicado o no. Es mi tesoro, mi verdadero tesoro».

Esa mujer que fue el tierno sostén de Hernández, desde la cárcel a la que fue a dar con sus huesos y su lírica, en la que debió purgar condena perpetua por «adhesión a la rebelión» -tras conmutarse la pena de muerte impuesta por los tribunales fascistas-, sobrevivió los últimos años vendiendo verduras en una feria callejera de Elche. Josefina Manresa «soporta injustas penurias económicas, injustas teniendo en cuenta que los poemas de Hernández dan importantes ganancias a empresarios discográficos y a los intérpretes de sus poesías», comentaron algunos pocos diarios españoles.
«Recuerdo que cuando Miguel aún pensaba en salir de la cárcel me decía que guardase alguno de los manuscritos de los libros que él más quería: “Josefina, cuida de esto, que algún día puede ser el pan de nuestros hijos”».
Dicen que Miguel presintió que su vida en pareja sería irreconciliable, «su espíritu de evasión de las cosas con el ‘buen sentido’ de la muchacha». El augurio fue falso. Vivieron como amantes, pero nunca dejaron de decirse palabras de despedida, promesas de regreso, limando con pasión la amargura de la derrota. «Pasó el amor, la luna entre nosotros -escribió Hernández- y devoró los cuerpos solitarios. Y somos dos fantasmas que se buscan y se encuentran lejanos».
Fue una relación tormentosa, intensa, llena de dolor. El 19 de diciembre de 1937 nace su primer hijo, Manuel Ramón, que muere en pocos meses.
Josefina Manresa alentó el compromiso político del poeta, combatió con él en igualdad de condiciones y lo sostuvo en su caída. Se habían conocido en 1933, en vísperas del golpe de Estado, que desató la guerra fratricida, se casaron cuando esta alcanzaba su apogeo, en 1937, año en que Hernández fue destinado al frente de Jaén como comisario de Cultura. Después, los combates, el Quinto Regimiento, las balas a orillas del Jarama, en Guadalajara, Pozoblanco.
En 1939, nace su segundo hijo, Manuel Miguel. Corrían otros tiempos. Se multiplicaban los juicios sumarios, los fusilamientos y las fosas clandestinas. Brotaban los campos de concentración y exterminio. Triunfante el «Caudillo por la gracia de Dios» dicta el cese de las armas y la victoria tras el sangriento alzamiento. Para Miguel Hernández la persecución, la delación, la cárcel.

El actor, humorista y dibujante Miguel Gila, hombre del Quinto Regimiento y prisionero como el poeta, lo encuentra en la prisión de Torrijos. «De mi casa me traían papel y lápiz y cuando salíamos al patio, yo me entretenía en dibujar los edificios de la calle de Juan Bravo, algunas otras veces dibujaba chistes con unos personajes de grandes narizotas que había creado.
Una de estas mañanas, se acercó a mí uno de los presos y me preguntó: -¿Eres dibujante? Le dije que no, que sólo era aficionado desde muy pequeño, desde que iba al colegio.
Él me mostró un dibujo, era un niño con una cabra junto a un árbol. -A mí también me gusta dibujar. Este dibujo es para mi Manolito. Y se retiró. No hablamos más.
Pasados unos minutos, se me acercó otro recluso y me dijo: -¿Sabes quién es ese que ha estado contigo? -No. -Es Miguel Hernández, el poeta.
Yo le había conocido, en alguna ocasión en que, como Rafael Alberti, había ido al frente de batalla a recitarnos poemas, pero el Miguel Hernández que yo había conocido en Somosierra, en Paredes de Buitrago, no tenía ningún parecido con este Miguel Hernández, ahora demacrado, enfermo y destruido por el sufrimiento y las humillaciones». La muerte se acercaba al galope.
Aun desde ese mismo encierro y la desesperación, nacen las ‘Nanas de la cebolla’: «Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca».
En una carta fechada, pocos días después, el 12 de septiembre de 1939, escribe a Josefina: «… Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros y desesperarme. Prefiero lo primero y así no hago más que eso, además de lavar y coser con muchísima seriedad y soltura, como si en toda mi vida no hubiera hecho otra cosa. También paso mis buenos ratos espulgándome, que familia menuda no me falta nunca, y a veces la crío robusta y grande como el garbanzo.
Todo se acabará a fuerza de uña y paciencia, o ellos, los piojos, acabarán conmigo. Pero son demasiada poca cosa para mí, tan valiente como siempre, y aunque fueran como elefantes esos bichos que quieren llevarse mi sangre, los haría desaparecer del mapa de mi cuerpo. ¡Pobre cuerpo! Entre sarna, piojos, chinches y toda clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, y sin ti, Manolillo de mi alma, no sabe a ratos qué postura tomar, y al fin toma la de la esperanza que no se pierde nunca…».

La defensa incondicional de sus ideales se manifiesta aun agonizando. Nunca aceptó nada de sus captores, nada del dictador Francisco Franco. Ni siquiera la «gracia» de la libertad provisional que este le concediera el 30 de octubre de 1944, dos años y siete meses después de su muerte.
«Hasta la muerte, pequeñuelos / Y que no os vayáis a perder / en las estrellas de los cielos. / Venid siempre al amanecer». Estos versos pertenecen a un cuento escrito por Miguel Hernández muy poco tiempo antes de morir en Alicante. Forman parte de un rudimentario librillo confeccionado con papel higiénico en el que escribió cuatro relatos infantiles a su hijo Manuel Miguel.
Entre dolores acerbos, hemorragias agudas, golpes de tos, Miguel se consume inexorablemente.
«Le visitábamos mi hijo y yo siempre que podíamos -narra Josefina-, incluso cuando más enfermo estaba. No puedo describir la desolación que sentí la mañana del día 28 de marzo de 1942 cuando llegué a entregarle el caldo que le llevaba a primera hora y me lo rechazaron. Ese día se acabaron las visitas. ¡Que vacío tan grande dejó su muerte! Sin embargo, aprendí a revivirle en sus textos, en sus recuerdos…».
Josefina Manresa, murió a los 71 años, en 1987, en su domicilio de Alicante, cercano al cementerio que alberga los restos de su compañero.
Uno de los últimos escritos, de un moribundo Miguel Hernández, no recogido en libro alguno, dice: «Yo que creí que la luz era mía / precipitado en la sombra me veo». Pero la poesía -y tal vez toda su obra- lejos de toda desesperanza, cierra con los versos: «Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida».