- El ajusticiamiento al Jefe de Policía Cesáreo Cardozo por Ana María González
Un fuerte estruendo sacudía la cuadra. En el edificio de la calle Zabala 1762, más exactamente en el segundo piso, una violenta detonación acababa de atravesar la silenciosa madrugada. Al poco tiempo, la noticia ya recorría el barrio de Belgrano y no había quién no repitiera con asombro que había sido en la casa de Cesáreo Ángel Cardozo, el mismísimo jefe de la Policía Federal y hombre muy valorado por la Junta Militar. Era el 18 de junio de 1976, a casi tres meses del golpe genocida. De un segundo al otro, la calle se fue llenando de patrulleros, un potente reflector iluminaba la esquina y un helicóptero sobrevolaba el barrio. Ahora, la dictadura necesitaba nombres.
A las pocas horas, el Gobierno de facto confirmaba la muerte del general de brigada y el diario La Nación hacía de vocero oficial comunicando a la población que el caso estaba «esclarecido». La responsable era «una joven de 18 años» que se encontraba prófuga. De ahí en más, dar con el paradero de esa chica se transformaría en prioridad para los militares y los medios utilizarían el caso para sembrar terror en la sociedad. A partir de ahora, aseguraba la prensa, «todos estamos involucrados en esta lucha».
No muchos meses atrás, Ana María González, la joven que sería noticia, entró por primera vez en la casa de la calle Zabala. Había sido invitada por María Cardozo, hija de Cesáreo, ya que iban al mismo colegio y habían establecido una relación. Con el paso de las visitas, Ana comenzó a tomar datos de cómo era el lugar y a recolectar información. Hacía tiempo que integraba Montoneros y, a su cargo, estaba la ejecución de una operación que la tenía como única protagonista. Tras obtener lo necesario, comenzaron los preparativos. El 18 de junio, un Falcon recogió a María y a su amiga en la puerta del colegio y las llevó a su casa. Entre sus cosas, Ana cargaba un fuerte explosivo programado para detonar a la 1:30 de la mañana. No podía fallar.
Con la excusa de que necesitaba hablar por teléfono, pidió pasar al cuarto y dejó una caja de colonia bajo la cama del represor. Luego, dijo no sentirse del todo bien y se retiró. A partir de allí, su corta vida ya cambiaría para siempre. En pocas horas, su nombre integraba la lista de las personas más buscadas del país. “Me tocó uno de los peores sacrificios de un militante, convivir con el odiado enemigo”, dijo ya desde la clandestinidad. La Junta, pese a poner toda su maquinaria en juego, nunca pudo capturarla. Seis meses después, tras un tiroteo, fue herida de gravedad y, luego de negarse a ser llevada a un hospital para no caer en manos de los genocidas, falleció en una unidad sanitaria. Había asesinado a un hombre importante para la dictadura. Había elegido brindar su vida para ser una parte de todo aquello que se quiso construir.