
- Luisa Lallana |
Esa mañana, Luisa amaneció bien temprano y partió de su casa antes de que el sol se asomase sobre la ciudad. Sabía que iba con tiempo de sobra, pero mejor así. Llegar con antelación no era cuestión de formalidad: los ultraderechistas de la Liga Patriótica Argentina tenían gente merodeando las fábricas, por lo que debían hacer todo con la mayor discreción. Cuando llegó a la zona del puerto, caminó hacia la esquina de Belgrano y 27 de Febrero y allí se encontró con su compañera Rosa Valdez. Charlaron un rato y se pasaron los folletos que habían preparado sin dejar de observar a su alrededor. Ahora, solo era cuestión de esperar.
Días atrás, los trabajadores de la Sociedad de Estibadores de Rosario habían comenzado una huelga. Llevaban más de 5 años sin recibir un aumento y la situación no daba para más. Era sabido que el jefe de Policía Juan Cepeda funcionaba como mano derecha de los patrones y empresarios, reprimiendo a pedido y persiguiendo huelguistas. Además, contaba con el soporte de los grupos parapoliciales que, avalados por el Gobierno, desde hacía años recorrían las calles. Ese 8 de mayo de 1928, como lo decía el folleto, Luisa y Rosa habían decidido que no había opciones. Era «luchar hasta vencer, aunque para ello tengamos que sufrir».
En algún momento, mientras aguardaban sin perder nada de vista, el tranvía llegó a la esquina y los carneros comenzaron a bajar. Debían ser rápidas, ya que tan solo escasos metros los separaban de la entrada de la fábrica. Sabían también que muchos de ellos tenían clara la función que cumplían y no estaban interesados en penas ajenas. Luisa tomará algunos papeles y comenzará a repartirlos mientras les contaba rápidamente a quienes pasaban que su hermano trabajaba allí y que era necesario que apoyaran la huelga. Para ese entonces, bajaba del tranvía un rompehuelgas llamado Juan Romero. Como tantos otros, no era de la ciudad. Solo lo traían para cumplir su trabajo.
De un segundo para el otro, la entrada se transformó en un violento tumulto. Los carneros comenzaron a golpearlas y ellas se defendieron como pudieron. Durante el choque, Romero se acercó y vio que Luisa, una joven de apenas 18 años, no se amedrentaba ante el maltrato recibido. Por eso, rodeado de su gente, sacó su revólver, lo levantó, y apretó el gatillo. Había apuntado bien. El tiro le dio en la frente y cayó al piso entre la multitud. Al día siguiente, el pueblo paró. Era la primera huelga general en Rosario. Miles y miles de personas participaron del cortejo fúnebre y sus compañeras fueron delante enfrentando la represión policial. Mientras tanto, los periódicos anarquistas contaban su historia prometiendo memoria y lucha. En la cárcel, Romero conocerá a algunos presos que no simpatizaban con lo ocurrido. Además de demostrárselo a golpes, le dejarían una marca en la cara con una cuchara. Era para que no la olvidara nunca.