
- El pacto Roca-Runciman |
Duhau vio que Lisandro de la Torre se ponía de pie. El titular de Hacienda lo acababa de provocar y el hombre que había sacado a la luz el fraude que se escondía tras el pacto Roca Runciman no se iba a quedar callado. El clima en el Senado era cada vez más tenso y Duhau, ministro cercano a la Sociedad Rural, llevaba días intentando todo tipo de malabares para encubrir el negociado. En ese instante, cuando lo vio acercarse, se movió hacia él y lo empujó haciéndolo caer. El senador Enzo Bordabehere corrió en su auxilio y Ramón Valdez Cora, excomisario y sicario del poder, levantó su arma y apretó el gatillo. Dos balas que alcanzon a Bordabehere por la espalda y una tercera en el tórax. Un mensaje claro y sin espacio a interpretaciones.
Tres años atrás, el dictador Uriburu salía de la casa de Gobierno. Ya había hecho su parte dando el primer golpe en democracia. Alguien debía poner las cosas en orden para las oligarquías locales. Tras su paso, el poder anunciaba elecciones, pero con proscripciones. Si bien los radicales serían los afectados, querrán las ironías de la vida verlos protagonistas de una historia similar décadas después. Así, en medio de unos sufragios fraudulentos, Agustín Justo llegaba al poder. Lo hacía de la mano de Julio Roca, hijo del general genocida, que ocuparía el puesto de vicepresidente. Al poco tiempo, casi sin demoras, partían hacia Inglaterra con una misión clara.
Allí, les mostrarían cuál era la solución a todos los problemas: renunciar a su soberanía. Y si bien el país no era técnicamente una colonia británica, en la década de 1930 se hizo todo lo posible para parecérsele. Roca respondió sin tapujos que la Argentina era, «desde el punto de vista económico, una parte integrante del Imperio Británico». El tratado no tuvo detractores y, el 1º de mayo de 1933, se cerraba. Con la firma de Roca y del británico Runciman, se pactaba la compra de carnes argentinas siempre y cuando el precio fuera menor al del resto de los países. Además, se quitaba impuestos a los productos ingleses, se liberaba la importación y se prohibía la instalación de frigoríficos nacionales. Pero aún había más: por si todo eso fuese poco, se les otorgaba el monopolio del transporte de la ciudad de Buenos Aires. Como diría un representante de la delegación, «la Argentina es una de las joyas más preciadas de su graciosa majestad». El pacto le daba la razón.
Tras investigaciones, para mediados de 1935, Lisandro de la Torre denunció el negociado en el Senado. Allí, acusó la existencia de un entramado de corrupción, probó cómo se ocultaba la información y desnudó punto por punto el pacto. En aquel momento, Duhau le avisaba que pagaría «bien caro». A los pocos días, de la Torre era agredido y Bordabehere asesinado. La Argentina de la Década Infame forjaba el camino de una oligarquía parasitaria que nunca perdería sus formas. La democracia los seguiría avalando.