
- El primer levantamiento carapintada |
Luego de la masacre, debía llegar la primavera. La esperanza de un pueblo que había sido devastado resurgía entre expectativas por ver qué ocurriría de ahora en más y la imperante necesidad de justicia. Exceptuando la corta experiencia de 1973, los militares llevaban casi 3 décadas controlando el país e imponiendo sus reglas por la fuerza. Después del genocidio, la democracia surgía como aliciente, como la posibilidad de volver a construir desde las ruinas lo que los uniformados habían arrasado. Para lograrlo, primero, se debía juzgar a los culpables.
Los comandantes de la última dictadura fueron sentados en el banquillo. No lo hicieron todos, si no aquellos señalados como los actores imprescindibles del plan sistemático, los mayores responsables. Si bien muchos se vieron beneficiados por la sanción de la Ley de Punto Final y su consecuente reducción de penas para Viola y Agosti, entre los procesados había oficiales que ocupaban cargos en la estructura militar designada por el nuevo Gobierno. En otras palabras, los genocidas continuaban ejerciendo. Las Fuerzas Armadas no estaban dispuestas a entregarse. Será por eso que, el 14 de abril de 1987, el mayor Ernesto Barreiro se negaba a declarar por torturas y asesinatos y, al día siguiente, comenzaba un amotinamiento sublevándose. Exigía el fin de los juicios y de la «persecución».
El día 16, Aldo Rico dirigía un levantamiento en Campo de Mayo mientras otros hacían lo propio desde distintos puntos del país. El reclamo era claro: había muchos militares que no se habían visto favorecidos por la Ley de Punto Final. Armados, y pintándose las caras en señal de guerra, los carapintadas se enfrentaban al Gobierno. El 19 de abril, en una de las movilizaciones más grandes de la historia argentina, el pueblo salió a las calles exigiéndole al presidente Raúl Alfonsín un freno a los militares. Mientras tanto, este se reunía con Rico para negociar. El país estaba en vilo.
Horas más tarde, Alfonsín diría a la población: «Felices Pascuas. Los hombres amotinados han depuesto su actitud. Se trata de un conjunto de hombres, algunos de ellos héroes de la guerra de las Malvinas, que tomaron una posición equivocada». Por último, cerraría asegurando que, «para evitar derramamientos de sangre», había dado instrucciones al Ejército de no reprimir. Así, “gracias a Dios, la casa está en orden». La realidad indicaría algo muy distinto y su discurso que afirmaba que la democracia no se negocia se lo llevaría el viento. El acta firmada esos días sería el preámbulo de la Ley de Obediencia Debida, o, en otras palabras, ceder a las demandas exculpando a los represores que supuestamente acataban órdenes. La inocencia democrática iba llegando a su fin. Comenzaban nuevos tiempos, la continuación de un plan que había empezado mucho tiempo atrás.