
- Ravachol |
Los guardias tenían la orden de vigilarlo día y noche. Sin descanso, sin descuidos. No podían perder de vista ningún detalle y debían tomar nota de todo. Era uno de los hombres más buscados y, pese a que lo tenían entre rejas, consideraban necesario que tuviera extrema vigilancia hasta el día del juicio. La noche del 30 de marzo, uno de los guardias se acercó con la comida. En ese momento, una pregunta inesperada lo tomó por sorpresa. «Tengo la costumbre en todos los lugares donde me encuentro de hacer propaganda», escuchó el uniformado. El otro guardia, detrás, rápidamente se puso a transcribir. Ravachol los miró y preguntó: «¿Saben lo que es la anarquía?”. El policía anotó: «A esta pregunta hemos respondido que no”.
Ante la atenta mirada de los oficiales, Ravachol dijo que no le extrañaba escuchar eso. Que, muchas veces, no hay ni tiempo para detenerse a pensar, sumidos en una sociedad en la que cuesta conseguir un pedazo de pan mientras «otros nadan en la opulencia». El sistema está hecho a placer de quienes sacan provecho de él, y es imposible revertir la situación sin cambiar la raíz. Aunque se haya convencido a la gente de que si actúan bien obtendrán mejores resultados, dirá, esto es falso. Si se le impone algo al propietario, “él aumentará sus alquileres y este hecho obligará a soportar a los que ya sufren la nueva carga que les impondrá». Ninguna ley puede alcanzar a quienes viven de ellas.
Los guardias continuaban escuchando y tomando notas. «¿Qué hay que hacer entonces?», preguntó. La respuesta es “aniquilar la propiedad y, por tanto, aniquilar a los acaparadores». Abolir el dinero para impedir que el ciclo vuelva a comenzar y, casi sin darnos cuenta, nos devuelva al régimen actual. El dinero perdería su razón de ser, al igual que las religiones que controlan la moral. No harán falta amos, «gente que entretiene su ociosidad con nuestro trabajo». Es necesario que cada cual encuentre su utilidad en la sociedad, «es decir, que trabaje según su capacidad y sus aptitudes». Una cosa llevaría a la otra y, de la libertad, brotaría la necesidad de vivir con «aquellos a quienes se ama», sin imposiciones.
Ravachol insistió en que, si las cosas fueran de ese modo, «el ejército no tendría razón de ser». No habría guerras, policías, robos ni asesinatos. En otras palabras, él era un hijo del sistema que lo había educado y empujado a límites que consideraba insanos. Había que revertir el estado de las cosas, terminar con las injusticias que brotan desde arriba y se derraman inevitablemente hacia abajo. Por último, dijo que solo el castigo limita «a la clase sufriente» a atacar abiertamente a quienes la tienen a su servicio. Para ese entonces, la noche iba llegando a su fin. Los días siguientes serían similares, entre enérgicos discursos y transcripciones. El 11 de julio, sería el último. Un policía anotó: «Esta mañana a las 4:05 se ha hecho justicia». Ravachol había sido guillotinado.