LA VIDA POR EL PUEBLO

  • Carlos Mugica |

Una vez, allá por el año 1972, le preguntaron a Mugica si un cristiano tenía derecho a matar. “No lo sé”, respondió, pero lo que sí está claro «es que tiene la obligación de morir por sus hermanos». Denunció sin eufemismos que el miedo a la violencia proviene de una actitud individualista, y señaló la hipocresía de una sociedad que se escandaliza cuando estalla una bomba en la casa de un oligarca, pero guarda silencio cuando mueren “niños famélicos porque sus padres ganan sueldos de archimiseria”. En la Argentina, decía, tenemos que hacer nuestra revolución, y «no me cabe la menor duda de que los pueblos son los verdaderos artífices de su destino».

El 7 de octubre de 1930 nacía Carlos Mugica, el «sacerdote de los pobres». Un hombre que recorría las calles luchando contra «las jerarquías clericales comprometidas con el dinero, el privilegio y el desorden establecido» mientras el poder y sus medios lo tildaban de subversivo. Durante los tiempos de la Teología de la Liberación, abrazó sus postulados y promovió las luchas sociales en pos de crear un país más justo. Junto al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, transmitió el valor de la resistencia: «Pienso que hay muchos que exaltan la no violencia ignorando lo que es. Porque Luther King, uno de sus principales teorizadores, fue asesinado».

Consciente de que la revolución se haría solo con el pueblo, y de la necesidad de correrse de los «modelos preestablecidos», Mugica entendía que debía acercarse a las bases peronistas para orientarlas hacia el socialismo. A su vez, creía imprescindible distanciarse de las ideas importadas, de los modelos de revolución ajenos y de los «dogmatismos políticos» que imponen conceptos con «corsé» para finalmente caer en el capitalismo. En 1973, tras el retorno del peronismo al poder, fue invitado a colaborar y aceptó con la esperanza de conseguir recursos para las villas. La ilusión le duraría poco tiempo y, tras marcadas diferencias con López Rega, decidió dar un paso al costado. Sin embargo, su renuncia no sería tomada de la mejor manera.

El 11 de mayo de 1974, a las 20:00, un comando de la Triple A lo interceptó cuando subía a un auto tras celebrar una misa en la parroquia San Francisco Solano. Un grupo de hombres abrió fuego y huyó inmediatamente: el último tiro fue por la espalda. Con catorce balazos, Mugica fue trasladado al hospital donde, pese a la urgencia, pidió que primero atendieran a un amigo herido. Afuera, mientras el médico confirmaba lo inevitable, varias personas de uniforme y de civil aguardaban la noticia. Una vez muerto, se retiraron tranquilos. “López Rega me va a matar”, había advertido tiempo atrás, pero, a diferencia de los represores, él miró de frente hasta el último segundo.