
- Stanislav Petrov y el Incidente del equinoccio de otoño |
Cuando las alarmas sonaron en la base Serpukhov-15, todos los oficiales observaron a Stanislav Petrov. Sin poder creer lo que sus ojos veían, el teniente coronel se fue acercando a las computadoras. Frente a él, las enormes pantallas en la sala de mando se iluminaban con un mensaje inequívoco: un misil balístico intercontinental proveniente de Estados Unidos viajaba en dirección a la Unión Soviética. Sin dar tiempo a análisis alguno, otro misil apareció en el radar. Y luego otro. En total, cinco destellos en el tablero de advertencia. La emergencia era extrema. Petrov sabía bien que el protocolo indicaba que, en caso de ataque, debía dar aviso urgente a sus superiores. Sabía también que, si lo hacía, el mundo estaba a las puertas de una tercera guerra mundial.
Lo primero que notó fue que, según el sistema de alerta temprana soviético, los misiles habían sido lanzados desde la base de la Fuerza Aérea Malmstrom, en Montana. Conocía, además, que esos misiles podían portar una o varias ojivas nucleares. Y, no menos importante, por la velocidad y trayectoria que llevaban, en tan solo 20 minutos impactarían en su objetivo. La Guerra Fría, que hacía tiempo jugaba con una fricción al borde del colapso, ahora estaba a minutos de explotar. Ante la mirada atónita de los presentes, que veían el reloj avanzar, Petrov aguardaba pensativo sin dar aviso a los altos mandos. Y es que algo no terminaba de cerrarle.
Ese 26 de septiembre de 1983 –todavía la noche del 25 en EEUU-, el teniente coronel Petrov tomó una decisión que cambiaría la historia de la humanidad. Seguro de sus palabras, informó a sus compañeros que era una falsa alarma. Según sostuvo, si Estados Unidos hubiese querido desencadenar un conflicto sin precedentes contra la Unión Soviética, no lo habría hecho de esa manera. La lógica le decía que un ataque real sería masivo, no reducido a apenas unos misiles aislados. Su conclusión fue que debía tratarse de un error del sistema de satélites. Nadie más habló. Quedaban unos escasos minutos por delante para saber la verdad.
Poco después, las pantallas se apagaron. Ningún misil había caído sobre la URSS. Petrov estaba en lo cierto y acababa de salvar a la humanidad de un desastre difícil de dimensionar. La falla se había debido a un raro efecto de los rayos del sol sobre las nubes más altas, que habían causado que los satélites interpretaran las señales térmicas como misiles. Si bien Petrov fue felicitado por su accionar, al mismo tiempo fue sancionado por saltarse los protocolos. Durante años, el incidente permaneció en secreto. En 1993, cuatro años después de la caída del muro de Berlín, el mundo conoció lo ocurrido aquella madrugada de 1983. Petrov vivió el resto de su vida sabiendo que, si en lugar de haber confiado en su interpretación hubiese cumplido con las normas al pie de la letra, el mundo, en el mejor de los casos, nunca habría vuelto a ser el mismo.