
- Simón Radowitzky |
Pocas veces la historia de una persona se vio tan condicionada por su fecha de nacimiento. La de Simón Radowitzky, un joven anarquista de origen ruso, habría sido mucho más corta si, un día, un primo suyo no se hubiera hecho presente ante la Justicia argentina para poner sobre la mesa un extraño y viejo documento. Un simple papel escrito con caracteres cirílicos que zanjaba para siempre toda discusión y ponía fin al proyecto oficial: su partida de nacimiento. El castigo ejemplar que el Gobierno, los altos mandos militares, la oligarquía y el fiscal habían planeado ya no era posible. Las pruebas indicaban que Simón tenía 18 años y no cerca de 25 como habían instalado en la opinión pública para que la condena de muerte fuera aplicable. Ahora, aquel flaco de bigotes e ideas peligrosas saldría con vida de la corte.
Tiempo atrás, Radowitzky había ajusticiado al coronel Falcón, responsable de la Semana Roja y uno de los mejores hombres de Julio A. Roca durante el genocidio que hicieron llamar Campaña del Desierto. Un simple trabajador del pueblo, un obrero que contaba además con el agravante de ser extranjero y anarquista, había asesinado a un ícono del sistema. Los medios de la burguesía hicieron su habitual mímica periodística para, finalmente, llegar a la misma conclusión que el poder. Ese joven, “además judío”, merecía la pena de muerte. Ante la imposibilidad de fusilarlo, decidieron condenarlo a una vida de tormentos extremos encerrándolo en el penal de Ushuaia por tiempo indeterminado. Una larga noche que duraría 21 años.
Sin embargo, lejos de desaparecerlo de la vida pública, su imagen cada año cobraría más notoriedad. Las luchas anarquistas que exigían su libertad serían constantes, y su nombre cada vez más grande. Pese a los años aislado en calabozos, sobreviviendo a pan y agua, nunca reveló si actuó por cuenta propia o si alguien le facilitó la bomba. Tampoco les dio nombres ni direcciones. Tiempo después, entre intentos de fuga y castigos inhumanos, fue liberado en 1930 con la condición de que no volviera al país. La lucha popular había dado sus frutos y la indignación de la prensa hegemónica cubriría sus páginas de odio al «indeseable».
Simón seguiría su vida y volvería a trabajar. Participaría en la guerra civil española y luego, ya con problemas de salud, iría hacia México, donde se emplearía en una fábrica de juguetes hasta el día de su muerte. Su gente le preparó un entierro muy humilde, aunque, seguramente, fue más de lo que hubiera querido. En sus propias palabras, solo se consideró un “hijo del pueblo trabajador, hermano de los que cayeron en la lucha contra la burguesía”. Y, como tantos y tantas más, sufría por quienes murieron esa tarde a manos de Falcón, “solamente por creer en el advenimiento de un porvenir más libre, más bueno para la humanidad».