
- La batalla de Acosta Ñu |
Una larga fila de carretas avanzaba a paso lento. Iban repletas de bagajes, entre provisiones y pocas armas, y los animales que las tiraban apenas podían sostenerse en pie bajo los rayos del sol. Ya no quedaba nada, lo habían perdido todo. La columna avanzaba en retirada y librada a su destino, en medio de los escombros de la guerra de la Triple Alianza. Al frente del grupo iba el general Bernardino Caballero, y el mensaje que le acababa de llegar decía que el ejército del Brasil se encontraba cerca e iba tras sus pasos. El genocidio ya estaba consumado, pero las tropas de la Alianza iban por todo.
Años atrás, el 29 de abril de 1865, el diario La Nación Argentina del presidente Bartolomé Mitre publicaba: «El Brasil representa la civilización y el Paraguay la barbarie». Para aquel entonces, aquella “civilización” que admiraba se sostenía a fuerza de látigos y esclavismo y la “barbarie” paraguaya era parte de un país sin deuda pública, que contaba con educación gratuita y con un creciente desarrollo productivo. Un mal negocio para Gran Bretaña, un mal ejemplo para el continente. Por eso, la Argentina, Uruguay y Brasil decidieron dar comienzo a la guerra con el mandato británico como bandera. Cuatro años más tarde, la masacre estaba resuelta. Sin embargo, faltaba una batalla final.
La noticia del comandante duque de Caxias llegó al emperador de Brasil. Decía que estaba listo para emprender la retirada tras tomar Asunción y destruir a su ejército. Era el fin. Pero la orden que recibiría decía lo opuesto: debía quedarse hasta que el presidente paraguayo, Solano López, dejase por escrito su rendición. Por eso, aunque ya casi no quedaban hombres paraguayos vivos -cerca del 90% habían sido aniquilados-, la masacre debía continuar. Así, toda persona encontrada fue perseguida, familias enteras fueron ejecutadas y se incendiaron hospitales. Durante este avance, el 16 de agosto de 1869, las tropas brasileñas alcanzaron la retaguardia de un grupo paraguayo que huía en dirección contraria.
A las 8:30 de la mañana, en una planicie de 12 km2, comenzaba una de las batallas más desiguales, sanguinarias e inexplicables de nuestra historia. De un lado, 20 mil brasileños armados; del otro, 500 soldados veteranos, 3500 niños y niñas y un grupo de mujeres. Cuando comprendieron que el enfrentamiento era inevitable, y para que los atacantes no advirtieran la enorme desventaja, se pintó con carbón la cara de todos los niños y niñas, les improvisaron barbas postizas y les dieron palos simulando armas. Durante ocho horas, se desplegó una masacre que culminó con el incendio del campo, quemando también a quienes quedaban con vida. En aquel entonces, victorioso, Caxias se preguntaba cuánto sería necesario para «convertir en humo y polvo a toda la población paraguaya, hasta el feto dentro del útero de las madres”.