
- Porrajmos, el genocidio gitano |
Desde uno de los barracones, un hombre se acerca a una rendija y mira hacia el portón. A lo lejos, escucha el sonido de motores que se aproximan. La zozobra habitual se mezcla con el miedo latente que nadie puede disimular. Entre la penumbra, ve llegar camiones de los que descienden guardias y perros. Los soldados se forman en fila. Pese al ruido insoportable de los vehículos, sobre el Zigeunerlager de Auschwitz-Birkenau se percibe una atmósfera desoladora. De muerte. Hay miles de prisioneros romaníes y sinti, pero su silencio es aterrador. El calor húmedo brota del hacinamiento y la gente se amontona con nerviosismo para saber qué ocurre puertas afuera. Algunas madres envuelven a sus hijos con mantas raídas, ancianos se incorporan con temor y los más jóvenes han aprendido a no preguntar. Cada uno, a su manera, convive como puede con el terror.
El hombre reconoce a uno de los Blockführer que otras veces entró a pasar lista. Aunque esta vez algo le dice que no habrá recuento. El oficial da órdenes breves en alemán y los soldados se dispersan. A lo lejos, sobre las vías, la chimenea del crematorio V lanza una columna de humo que se abre en la noche. El olor es inconfundible. Algunos gitanos llevan bastante tiempo en el Zigeunerlager, casi desde febrero de 1943, unos meses después de que Himmler ordenara que “todos los gitanos mestizos, gitanos romaníes y miembros de clanes gitanos de origen balcánico que no sean de sangre alemana” fueran confinados.
De pronto, los perros comienzan a ladrar y se abren los barracones. Focos que ciegan, palazos a mansalva, gritos que se confunden con los llantos. Algunos intentan defenderse con lo que tienen a mano. Dos horas después, los camiones se ponen en marcha y, poco a poco, el lugar va quedando desierto. Detrás dejan un silencio sepulcral que ninguno de los sobrevivientes se animará a romper hasta el día siguiente. Bajo las luces frías del predio, las puertas del crematorio V se abren. Miles de personas son conducidas a la cámara de gas. No hay discursos, no hay actas. El procedimiento es el mismo de siempre.
Entre las víctimas de ese 2 de agosto de 1944 estaban parte del medio millón de gitanos y romaníes asesinados por el nazismo. Fueron perseguidos bajo las leyes raciales del Tercer Reich, deportados masivamente tras la solución final de 1942 y marcados con el triángulo marrón. El Porrajmos fue, tal y como lo dice su significado en romaní, la «devoración» de un pueblo. Su intento de exterminio. Esa noche, cuando el humo de los crematorios se disipa, los registros oficiales anotan: «Evacuación del campo gitano». Piero Terracina, un sobreviviente, recordó tiempo después: «Por la mañana, lo primero que se me pasó por la cabeza fue mirar hacia el Zigeunerlager, que estaba totalmente vacío, solo había silencio, y las ventanas de las barracas que golpeteaban».