
- El atentado del anarquista Salvador Planas al presidente Manuel Quintana |
La mañana del 11 de agosto de 1905, tal y como había previsto, Salvador se levantó temprano. El cielo encapotado no tardó en dejar caer las primeras gotas y, mientras desayunaba pan y frutas, se desató una fuerte lluvia que prometía no detenerse pronto. Pasadas las 10:00, dejó el cuarto de su pensión y se dirigió a una peluquería donde, buscando cambiar su aspecto, se afeitó el bigote para luego emprender camino hacia Retiro. Durante el trayecto, como si temiese que se le esfumase de un segundo para el otro, no dejó de apretar en su bolsillo su revólver Smith & Wesson. Con la otra mano, repetía el mismo gesto con las cinco balas que llevaba. Si bien había procurado pensar en cada detalle, un error que escapaba a su conocimiento podía arruinarlo todo: cuatro de las balas eran imitación.
Al llegar a destino, se dispuso a observar a su alrededor. Frente a él, en la plaza San Martín, la gente transitaba de un lado al otro. Parecía tarea imposible identificar a alguien entre la multitud, sin embargo, Salvador sabía bien lo que hacía. Días atrás había renunciado a su trabajo para dedicarse de lleno a la organización del plan. Durante una semana siguió los movimientos del presidente Manuel Quintana, cronometró sus horarios y tomó nota de todas sus rutinas. Aquel día lluvioso y frío de invierno, mientras se cubría el rostro con la solapa de su sobretodo, pensó que nada podía fallar.
Mientras aguardaba pacientemente, un carruaje salió de la Casa Rosada custodiado, como era costumbre, por otro coche en el que viajaban dos oficiales. Los vehículos, para suerte del anarquista -o no-, hicieron el recorrido habitual y doblaron por la calle Arenales hacia la plaza. En ese momento, Salvador dio el primer paso y apretó con firmeza su arma. Cuando lo tuvo frente a él, sacó la mano del bolsillo y se apresuró contra el carruaje presidencial. Junto a la ventana, a escasos metros de Quintana, levantó su revólver y gatilló dos veces. A su alrededor, súbitamente, el mundo pareció detenerse.
Con los coches ya detenidos, los oficiales bajaron trastabillando entre la lluvia hasta alcanzar a Salvador. El anarquista estaba atónito, no entendía qué había pasado. Tenía cinco balas en la recámara, había gatillado varias veces, pero no había ocurrido nada. La respuesta la sabría luego: una de las balas falsas se había trabado y el resto es historia. Salvador fue detenido y, tiempo después, condenado a diez años de prisión. Años más tarde, junto a Francisco Solano Regis -otro anarquista que había atentado contra el presidente Figueroa Alcorta-, escapó de la penitenciaría de Las Heras cavando un pozo hasta la calle. Si bien el Estado hizo todo para recapturarlo, y no faltaron medios que colaboraron con la búsqueda, de Salvador nunca se volvió a saber nada. Sobran versiones y suposiciones, pero lo único cierto es que desapareció sin dejar rastro.