
- El fusilamiento de Las Trece Rosas |
El comandante Isaac Gabaldón Izurzún observaba el paisaje. Viajaba junto a su hija, de 16 años, por las rutas de Extremadura. Hacía tan solo cuatro meses que Francisco Franco había tomado el poder tras proclamarse vencedor de la guerra civil española, e Isaac, como hombre de su suma confianza, cumplía un papel fundamental. Había sido el mismo dictador quien lo había puesto a cargo del “archivo de la masonería y el comunismo” con la finalidad de que brindase información a la Justicia militar sobre toda persona que apoyase a la República. Ese 27 de julio de 1939, el auto en el que viajaba fue interceptado y un grupo armado fusiló al militar, a su hija y al chofer. Tres días después, los cuerpos eran encontrados en un cañaveral.
Si bien no había pistas sobre los autores, la dictadura apuntó inmediatamente a una supuesta gran red comunista. Para ese entonces, entre ruinas y escombros, el país empezaba a vislumbrar un porvenir que duraría cuatro décadas. En sus discursos, Franco juraba «aplastar y hundir al que se interponga» en su camino y llamaba a la población a delatar y denunciar a familiares o gente cercana que atentara contra la nueva España. Mientras tanto, la prensa no dejaba de repetir que continuaban «en pie de guerra contra todo enemigo». Con el favor de Dios, aseguraban, la nación seguía en marcha «grande, libre, hacia su irrenunciable destino».
Con el aparato militar a cargo de la supuesta investigación, la prisa para encontrar a un culpable apremiaba al franquismo. Con pruebas o no, lo importante era dejar un mensaje a la sociedad, un castigo ejemplar que la marcara a fuego. Si bien todo indicaba que lo más probable era que hubiera sido un grupo exiliado o clandestino de militantes de la República, los tiempos que pudiera llevar esa averiguación no estaban dentro de los planes de Franco. Por eso, el 3 de agosto, el fiscal del consejo de guerra dio por cerrado el caso: 56 personas eran condenadas por ser «responsables de un delito de adhesión a la rebelión». Entre ellas, 13 mujeres que pasarían a la historia como Las trece rosas, y 43 hombres conocidos como Los cuarenta y tres claveles.
Sin embargo, la farsa estaba a la vista de cualquiera. Varias de esas mujeres se encontraban presas en el momento del atentado, y el resto no tenía relación alguna con los hechos ni pruebas que las incriminaran. Simplemente, habían sido elegidas, al igual que los varones, por ser miembros de las Juventudes Socialistas Unificadas, una organización antifranquista. La madrugada del 5 de agosto, sobre la sangre de sus compañeros y junto al mismo paredón, el jefe del pelotón dio la orden y las trece rosas fueron fusiladas solo por sus ideas. Horas antes, una de ellas, Julia Conesa, había escrito a su madre: «Que mi nombre no se borre de la historia». Quedaba la esperanza de que la ética, tarde o temprano, triunfe.