
- El asesinato de Rodolfo Ortega Peña |
Pasadas las 21:30, Rodolfo salió del Congreso. Había recibido un llamado de un supuesto periodista que le preguntaba hasta qué hora estaría allí para poder entrevistarlo, pero, pese a que lo esperó todo el tiempo que pudo, nadie se presentó. Por eso, unos minutos después del horario acordado, el historiador, periodista y abogado de presos políticos salía acompañado de su compañera, Elena Villagra. Caminaron por la calle Callao y, tras cenar en un restaurante de la zona, subieron a un taxi. Cuando llegaron a Arenales y Pellegrini, el coche se detuvo. Unos metros más adelante, cruzados por la avenida, dos autos frenaban el tránsito.
Un año atrás, Rodolfo había sido elegido diputado nacional. Tras casi dos décadas de golpes y Gobiernos no democráticos, de resistencias y gestas que cambiaron el rumbo del país, finalmente, para 1973, el retorno de Perón mostraba una luz para quienes habían luchado por su vuelta. El día de su asunción, Ortega Peña juró asegurando que «la sangre derramada no será negociada» y prometió poner su cargo al servicio del pueblo, de quienes «quieren ver una Argentina realmente liberada». En poco tiempo, demostró que hablaba en serio: el 30 de mayo de 1974, durante un acto por la masacre de Pacheco, dijo que «la responsabilidad por estos asesinatos tiene nombre y apellido: Juan Domingo Perón».
Era la primera vez que un diputado justicialista denunciaba al presidente de la nación haciéndolo responsable de la Triple A. Era lógico, sostuvo en aquellos días, que Perón tratara de minimizar ese episodio, presentándolo «como un conflicto menor entre facciones secundarias». Resultaba coherente, aseguró, que quien estaba “ejecutando conscientemente un proyecto neodesarrollista” le restase significación. Además, denunció a los responsables y comparó la reacción del Gobierno ante los hechos con la de «la dictadura militar». Desde entonces, comenzó a ser vigilado y amenazado. Su gente le recomendaba el exilio o llevar custodia, pero Rodolfo respondía sencillamente que «la muerte no duele».
A las 22:25 del 31 de julio de 1974, a casi un mes del fallecimiento de Perón, el taxi se detuvo mientras unos civiles desviaban el tránsito. «¿Qué pasa?», preguntó Rodolfo e inmediatamente bajó a observar. En ese momento, un sicario de la Triple A, con una media en la cabeza, descendió de un auto, sacó una ametralladora y empezó a disparar. Elena recibió el primer tiro en su rostro; el resto, 24 balas, fueron para su compañero. Ni siquiera Perón había logrado aplacar a los sectores populares que soñaban cambiar el país y el potencial revolucionario en auge comenzaba a ver qué ofrecía la oligarquía cuando sus intereses están en juego. Rodolfo había sido fiel a su compromiso con un pueblo al que pertenecía, dejando un legando inmenso para el porvenir. Un mensaje que, décadas después, sigue más vigente que nunca.