EL DERECHO A HACER JUSTICIA

  • El asesinato de Kurt Wilckens |

El periodista escuchaba atento y tomaba nota mientras observaba el rostro y la expresión calma del alemán. Hablaba sin prisas, con tono pausado: «Yo he procedido en nombre de un ideal de humanidad, de un ideal grande y puro por el cual acepto gustoso el sacrificio». Era el 3 de febrero de 1923 y, desde la Penitenciaría Nacional, el diario Crítica entrevistaba al hombre que había sido noticia pocos días atrás. La figura en cuestión era el anarquista Kurt Gustav Wilckens, responsable de la muerte del teniente coronel Héctor Benigno Varela, ejecutor impune de la matanza de obreros rurales en el sur argentino que pasaría a la historia como la Patagonia Trágica.

De ideas tolstoianas y pacifistas, Wilckens creía en la desobediencia civil como forma de resistencia al abuso y la violencia del poder. Conocedor de que la Justicia y las elites dominantes son una sola cosa, entendía que es responsabilidad del pueblo transgredir las normas impuestas y hacer justicia por mano propia cuando fuera necesario. Fue por eso que, la mañana del 27 de enero de 1923, decidió esperar al militar en la puerta de su casa, frente a los regimientos 1 y 2 de Infantería de Palermo. Tiempo después escribiría en una carta sobre este hecho: «No fue venganza: yo no vi en Varela al insignificante oficial. No, él era todo en la Patagonia: Gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal”.

Meses más tarde, el 15 de junio, Wilckens fue asesinado en su celda. El autor fue Jorge Ernesto Pérez Millán, miembro del grupo ultraderechista y paramilitar Liga Patriótica Argentina. Gracias a la complicidad de las autoridades de la prisión, que le permitieron ingresar disfrazado, Pérez Millán aprovechó que el alemán dormía para dispararle. Amparado por influencias y apoyos del poder, fue trasladado a un hospicio donde planeaba pasar sus próximos años en paz. Pero no todo saldría como lo esperaba. Dos años después, mientras leía una carta de su jefe y aguardaba el desayuno, otro interno, Esteban Lucich, se acercó con una bandeja. Tras dejársela, sacó un revólver y le dejó un mensaje: «Esto te lo manda Wilckens». Luego, le disparó en el pecho.

Observando al hombre de Crítica, el anarquista estiró la mano y le pidió un cigarro. “Hace diez días que no fumo”, dijo para luego dar una larga pitada. Satisfecha su ansiedad, escribió el periodista, recobró su aspecto plácido y entablaron una conversación que apuntó rápidamente hacia los diversos comentarios que habían surgido en la sociedad sobre sus actos. A esto, respondió: “Es natural. Los militares y la burguesía no pueden justificar mi actitud, pero la verdadera opinión pública es la del pueblo”. Décadas después, el anarquista alemán sigue siendo considerado un «hijo del pueblo»; a Varela, el fusilador fusilado, en cambio, solamente lo recordaron con una placa en su tumba los beneficiados por su matanza, los “británicos residentes en Santa Cruz”. Dicen que, en la historia, tarde o temprano, triunfa siempre la ética.