LA REBELIÓN DEL BRAZO Y LA MENTE

  • Anarquistas expropiadores y el asesinato de Rosasco |

El mayor José Rosasco se frota las manos. Se sabe triunfante y nadie va a convencerlo de lo contrario. Frente a él, dos jóvenes que habían sido detenidos por robo acababan de ser fusilados y ahora un charco de sangre se forma a sus pies. Era el primero de sus tantos trabajos para los que había sido recientemente designado. El dictador Uriburu, no conforme con prescindir de la Constitución y de todo juez, también inventaba un cargo especial para fomentar la represión y Rosasco era nombrado «interventor policial de Avellaneda». Su tarea no consistía en impartir justicia, sino en limpiar la zona de anarquistas y proteger a la gente de bien. Comenzaba el show represivo en la zona sur del conurbano bonaerense.

Su metodología era simple: fusilaba a quien se resistiese o fuese cazado en algún hecho no aprobado por la dictadura. De ser necesario, deportaba amparado por la Ley de Residencia. No le temblaba el pulso. Para aquel entonces, ya habían sido detenidos muchos anarquistas y la policía presumía de tener todo bajo control. Sin embargo, un día, su corto reinado como amo y señor de la impunidad se vería interrumpido por un hombre llamado Juan Antonio Morán. Un simple marinero y timonel rosarino convencido de que, en palabras de Severino Di Giovanni, a la violencia de arriba se la debía combatir con la «rebelión del brazo y la mente».

Es así que Morán decidió poner manos a la obra. La noche del 12 de junio de 1931 sería el momento elegido. El lugar era el restaurante Checchia, donde el hombre de Uriburu cenaba tras vanagloriarse ante la prensa de haber detenido a 44 anarquistas. Mientras terminaba su primer plato, un coche se estacionó a metros del lugar. Del vehículo bajaron cinco personas e ingresaron al restaurante. Una de ellas se ubicó en una mesa cerca de la puerta; las otras cuatro, sin detenerse, siguieron de largo hacia el fondo. Probablemente, entre risas y algarabía de festejo, Rosasco no haya notado que los cuatro hombres aparecían a su lado. Que uno ellos, Morán, lo miraba fijamente a los ojos.

Para cuando se percató, Morán solamente abrió la boca para decirle que era una “porquería”. Nada más. Enfurecido, Rosasco se fue poniendo lentamente de pie mientras no se quitaban la vista de encima. A la par, el anarquista sacó una pistola de su bolsillo y disparó cinco tiros. Todos dieron en el blanco. El represor cayó al piso y, de inmediato, los hombres emprendieron la retirada. A la salida, uno de ellos trastabilló, atravesó un vidrio y falleció en el acto. Según se cree, de un paro cardíaco. La dictadura nunca logró identificar a los responsables y a Rosasco lo homenajeó como a un héroe y lo llenó de laureles. Lo único cierto es que aquel hombre que había torturado y fusilado a cientos de personas caía en manos del mismo pueblo al que se jactaba de estar asesinando. El resto es la historia oficial.