DE SOLIDARIDAD Y LIVERTÁ

  • Antonio «Gallego» Soto |

Nada pudo hacer el Gallego Soto aquella tarde para convencer a los trabajadores del sur argentino que ya estaban hartos de hambre y miseria. Su duro discurso, cargado de dolor y esperanzas, había retumbado entre los presentes mientras buscaba las palabras justas que lograsen cambiar un futuro que se avecinaba trágico. Había intentado todo, y ahora las cartas estaban echadas. Los vio caminando hacia sus verdugos, cabizbajos, cansados y agobiados, con sus pocas fuerzas puestas en el anhelo de que, por una vez, los militares cumplieran su palabra.

«Yo no soy carne para tirar a los perros, no me rindo», dijo desilusionado aquella tarde. Los peones rurales habían resuelto que la huelga se terminaba. Tras escuchar a varios oradores, optaron por confiar el destino de sus vidas a las promesas de los militares. Era la decisión de la mayoría. Pero para Soto era una locura entregarse en manos de los asesinos del pueblo y se negó rotundamente a abandonar su lucha. No estaba dispuesto a morir de esa manera. Enfrente, estaba el 10º de Caballería comandado por el teniente coronel Héctor Benigno Varela, y lo que estaba por ocurrir sería la masacre conocida como la Patagonia Trágica.

Minutos después, aquellas advertencias desesperadas se harían realidad. El ejército argentino los fusilaría, uno a uno, y los desaparecería en tumbas masivas. No habría tiempo para nada más que formarse en filas y aguardar la muerte. Descubrían, a costa de sus vidas, que la ética militar no eran más que palabras y discursos que empleaban para ocultar la esencia de sus funciones. Con suerte, alguien encontraría sus tumbas y dejaría alguna cruz en reconocimiento y memoria de sus luchas. A quienes fueron ejemplo, a esos «caídos por la livertá». Más tarde, llegaría el festejo y la algarabía de los capitalistas ingleses que agradecían el inmenso favor del presidente Yrigoyen. Era el fin de una huelga que haría historia, donde el pueblo puso la solidaridad y la ética por encima de la explotación de unos pocos.

Aquel día, ese hombre de ideas anarquistas nacido en Ferrol, España, partía rumbo a la cordillera mientras la prensa y los intelectuales radicales lo tildaban de «agente chileno». Varela y sus mercenarios lo buscaron para ejecutarlo, pero Soto ya iba un paso adelante, con un pesado dolor a cuestas que cargaría hasta el final de sus días. Ya radicado en Punta Arenas, Chile, incentivaría la primera huelga estudiantil de la ciudad en defensa de los salarios docentes. Hoy, Santa Cruz tiene calles y colegios en su nombre, y un monumento con su imagen se alza en el cielo entre tanto homenaje a torturadores del pueblo. Jamás hubo una autocrítica sobre aquella matanza, ni de radicales, ni de militares, ni de aquellos historiadores que operaron para cambiar la historia. La democracia, como dijo Osvaldo Bayer, sigue esperando. A Soto, por su parte, el tiempo lo volvería a poner en su justo lugar.