
- El secuestro y desaparición de Rodolfo Walsh |
Cuando el reloj estaba cerca de marcar las 12:00, Rodolfo Walsh y Lilia Ferreyra comenzaron a prepararse. Salir de casa no era fácil, así que tomaron todos los recaudos necesarios. Ningún detalle podía dejarse de lado. Esa mañana, Rodolfo buscó su maletín y acomodó las copias de la carta que había escrito. Conocía de sobra los riesgos, pero debía entregarlas en varios puntos para asegurarse de que llegaran a destino. Luego, tomó su pistola calibre 22 y la guardó junto a sus cosas. Para ese entonces, llevaban un tiempo viviendo en San Vicente, a 50 km de la Capital, luego de que los lugares donde vivían clandestinamente en el Delta fuesen allanados. Para la gente del barrio, no era más que un profesor jubilado, muy tranquilo, que ahora pasaba el tiempo cultivando su jardín. Como cualquier otro día, ese 25 de marzo de 1977, abrieron la puerta de la casa y salieron.
Horas antes, en el primer aniversario del golpe, sin saberlo, Rodolfo escribía lo que sería su última carta. «Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados, son la cifra desnuda de ese terror». Su investigación exponía lo que la prensa ocultaba a la población, las cifras reales de un genocidio que se estaba llevando a cabo a lo largo y ancho del país. Y todo esto, como si fuera poco, en tan solo un año. Walsh se tomaría el trabajo de hacer varias copias con su máquina de escribir y de enviarlas a las redacciones de los principales medios del país. Al pie, firmaba con su nombre.
Ese día, despidió a su compañera en la estación de tren y partió rumbo a la zona de Congreso. Según lo acordado, ella volvería al día siguiente; él, esa misma tarde. Durante los próximos minutos, Rodolfo recorrió las calles mientras iba colocando sobres en distintos buzones. En algún momento, se detuvo, abrió su maleta, y dejó en el correo su última carta. Caminaba por la calle Entre Ríos, hacia San Juan, cuando un grupo de tareas de la ESMA lo interceptó. Tenían el objetivo de secuestrarlo con vida. Era demasiado importante como para simplemente matarlo. Pero Walsh hacía tiempo que vivía en constante alerta. Por eso, cuando escuchó su nombre, sacó la pistola.
Mientras volaban los primeros disparos, otro grupo irrumpía en su casa. Iban a secuestrar sus palabras, su máquina de escribir y lo que pudiera decir. En lo que refiere a su carta, no sería publicada por ningún medio masivo. Todos eligieron esconderla, encajonarla. Algo que él mismo había presagiado cuando advirtió que lo hacía “sin esperanza de ser escuchado” y con «la certeza de ser perseguido». Rodolfo giró y disparó. Luego corrió sin dejar de tirar. Las balas siguieron una a otra y, entre ráfagas de plomo que impactaban contra su cuerpo, cayó al piso. Hay quien dice que eligió dispararse segundos antes de que lo subieran a un coche y lo llevaran a la ESMA; otros, que llegó a tomar una pastilla de cianuro. Como fuera, una vez allí, no lograron sacarle una palabra. Pero tampoco pudieron callarlo.