
- El Viborazo |
El interventor de facto, José Camilo Uriburu, se presentaba en la ciudad de Leones. Hacía poco más de una semana que había sido designado para el puesto por el dictador Roberto Levingston y en su currículum se destacaba el hecho de ser sobrino del exdictador José Félix Uriburu. Para la elite conservadora, era todo un mérito. Aquel día, el 7 de marzo de 1971, haciendo gala de su nuevo estatus, diría ante los presente: «Confundida entre la múltiple masa de valores morales que es Córdoba, por definición, se anida una venenosa serpiente cuya cabeza quizá Dios me depare el honor histórico de cortar de un solo tajo». Era combustible para un fuego que no paraba de crecer.
Con la sombra del Cordobazo sobrevolando la provincia, la dictadura había pasado posta. Onganía, quien no mucho tiempo atrás había augurado que su mandato sería por mucho tiempo, dejaba su puesto a Levingston. La junta de las Fuerzas Armadas así lo había decidido. Sin embargo, pese a estas medidas, las movilizaciones populares no habían mermado, sino todo lo contrario. Al auge de los movimientos sociales se sumaba el fuerte crecimiento de Montoneros, PRT, entre otras organizaciones. Para ese entonces, el provocador discurso de Uriburu, apuntado directamente al marxismo y a la lucha por derechos, movía las brasas y la CGT Córdoba anunciaba un paro para el 12 de ese mes. El pueblo reclamaba una nueva sociedad.
Aquel día, más de cien fábricas serían tomadas de forma pacífica por sus trabajadores. Pero la dictadura no observaría indiferente. Al poco tiempo, la noticia de que la policía estaba deteniendo gente corrió de boca en boca y las calles se fueron llenando de barricadas. Horas después, Adolfo Cepeda, un obrero de 18 años, era asesinado y los sindicatos, con Agustín Tosco entre ellos, avisaban que la protesta continuaría. Tan solo tres días más tarde, toda Córdoba paralizaba. El pueblo entero se movilizaba tomando las calles y demandando el fin de la dictadura con el socialismo como bandera. El levantamiento era un hecho y la indignación se extendía barrio por barrio.
Al frente de las tropas militares iba Alcides López Aufranc, instructor de la doctrina francesa y represor durante el genocidio de la última dictadura. Esa tarde, el saldo sería de 260 detenciones y el asesinato de un trabajador. Al día siguiente, la lucha lograba que el corto mandato de Uriburu llegase a su ocaso. Un solo tajo del pueblo y el flamante interventor era reemplazado. Una semana después, también caía el dictador Levingston y, en su reemplazo, asumía de facto Lanusse. El clima social parecía llevarse por delante largos años de dictaduras y Gobiernos no democráticos y, en el horizonte, las Fuerzas Armadas preparaban el Gran Acuerdo Nacional prometiendo la vuelta de la democracia. Un nuevo rumbo que tendría un desenlace fatídico. Un nuevo plan sistemático contra el pueblo. Pero, para esa historia, faltaban unos años.