EN UN INFIERNO

  • La Masacre del Pabellón Séptimo |

El nuevo celador Gregorio Zerda caminó hasta el pabellón séptimo. Tras una rápida mirada, se acercó a una de las rejas y ordenó: «Bajen el volumen». Pretendía pasar un comunicado, pero los detenidos estaban terminando de ver una película y fue poca la atención que recibió. Sabían que aún les quedaba tiempo para ver la televisión y no querían perderlo escuchando a un uniformado. Sin embargo, a Gregorio esto no le gustó y, mucho menos, que Tolosa, un viejo preso, le dijese que faltaba poco para el final. Era el 13 de marzo de 1978, en plena dictadura militar, y aunque la cárcel de Devoto estaba pensada como lugar ejemplar para que los organismos de derechos humanos vieran lo cordiales que eran los genocidas, solamente ese pabellón ya superaba el doble de detenidos reglamentarios. Cerca de las 12:30, como ocurría todas las noches, alguien apagó el televisor.

Cuando el reloj marcó las 3 de la mañana, un grupo de policías se acercó para tomarle declaración a Tolosa, pero este se negó sabiendo lo que significaba que te buscaran a esa hora. Si bien cuando se retiraron todo parecía en calma, para algunos presos, era la paz que precedía a la tormenta. A las 8:00 del día 14, sus presagios se hicieron realidad. De un segundo para el otro, un silbato sonó indicando el comienzo de una requisa. Sin demoras, todos debían salir con las manos detrás de la cabeza mientras un cuerpo de oficiales, entre ‘barroteros’ y ‘baldoseros’, ingresaba a las celdas. Pero, esa vez, no los dejaron salir.

A los palazos, los penitenciarios entraron obligando a los detenidos a defenderse levantando camas y armando barricadas. Aterrados, los presos intentaron protegerse mientras les arrojaban gases lacrimógenos y sonaban los primeros disparos. Será en ese momento que, entre la desesperación generalizada, alguno de los calentadores dio contra un colchón. Luego, la masacre. En medio de un infierno de fuego y humo, los presos que se acercaban a respirar por la ventana recibieron una lluvia de balas desde afuera. En la calle, las autoridades impidieron el paso a los bomberos mientras durante 30 eternos minutos el incendio los calcinaba vivos.

Los medios rápidamente titularon sobre el “motín de los colchones”. Siguiendo la misma línea de la dictadura, dijeron a la población que todo fue responsabilidad de las víctimas. Sesenta y cinco muertos, aseguraron los datos oficiales, aunque las cifras reales indican que podrían ser más de cien. Cuando el fuego se apagó en el pabellón séptimo, horas después, algunos sobrevivientes empezaron a despertar entre humo y gritos de dolor. Rodeados de cuerpos calcinados y barrotes al rojo vivo. De las canillas no salía una gota de agua: se la habían cortado. Afuera, los agentes les ordenaban que fueran saliendo en fila. Así, entre golpes y torturas, eran trasladados a un calabozo. En las declaraciones no pudieron decir nada, estaban advertidos. Aún faltarían muchos años para que pudieran contar la verdad.