
- El asesinato de Giordano Bruno por la Inquisición |
Un sonido metálico de llaves, trabas pesadas que se corrían y la puerta se abrió. Luego de casi ocho años encerrado en el Vaticano, en una celda oscura y húmeda, finalmente, llegaba el momento. Ya se sentía viejo y su cuerpo había sufrido el desgaste de las torturas. Sin embargo, pese a los días que le ofrecieron para retractarse, siguió sosteniendo sus ideas. Había sido denunciado por sus «discursos heréticos», acusado de blasfemia e inmoralidad por afirmar que la Tierra no es el centro del sistema solar y que el universo es infinito. Ese día, un hombre ingresó y le hizo una seña para que se levantara. Giordano Bruno se puso de pie y caminó. Lo esperaban los jueces de la Inquisición romana.
El proceso sería dirigido por el cardenal Belarmino, el mismo que, dieciséis años más tarde, procesaría a Galileo Galilei por afirmar que la Tierra gira alrededor del Sol. La larga lista de cargos iría desde «tener opiniones contrarias a la fe católica» hasta «brujería» o la afirmación sobre la existencia de «múltiples mundos». Con el paso de los días, la Inquisición fue sumando una acusación tras otra mientras Bruno no dejaba de sostener que no éramos el centro del universo. Si bien el papa Clemente VIII dudó en condenarlo ya que temía convertirlo en mártir y hacer populares sus teorías, tras largos debates se lo declaró culpable. La sentencia determinaba que Bruno sería quemado vivo en la hoguera. Eso sí, “sin derramamiento de sangre”.
Luego de la condena, llegó su turno de hablar. De pie frente a los inquisidores respondería: «tiemblan acaso más ustedes al anunciar esta sentencia que yo al recibirla». Sabía que era el comienzo de una nueva era. En la plaza San Pedro sus libros fueron incinerados a la vista del público convocado. Unos pocos días después, el 17 de febrero de 1600, a las 5:30 de la mañana, un Bruno ya demacrado por los tormentos era conducido al Campo dei Fiore. Por la gravedad de sus teorías, no contaría con el privilegio de ser ejecutado antes de la hoguera para evitar el sufrimiento. Además, a último momento, alguien se acercó a vendarle la boca. No iban a correr el riesgo de que pudiera seguir hablando.
Atado a un poste, un monje se aproximó con un crucifijo para que lo besara. Era lo último antes de las llamas. Bruno lo observó y luego giró su cabeza hacia otro lado. De un momento al otro, el fuego lo cubrió ante la mirada de quienes habían aguardado años ese instante. Creían que, con quemar su cuerpo, también quemaban sus ideas. Una costumbre que no perderían los represores y genocidas muchos siglos después. Hoy, su estatua se erige en Roma y, al igual que los libros incinerados por las dictaduras modernas, sus obras fueron republicadas. Cuatro siglos después, la Santa Iglesia sigue en pie mientras en los primeros años de escuela se explica que la Tierra no es el centro de un universo infinito.