LA SANGRE DEL PUEBLO

  • José de San Martín |

“Ya no queda duda de que una fuerte expedición española viene a atacarnos”, escribía José de San Martín, de puño y letra, al Ejército de los Andes. Era el 27 de julio de 1819 y la situación era más que delicada. Sabía que el momento era ese. Por eso, aquel hombre que desobedecería al Gobierno de Buenos Aires para alcanzar la revolución llamaba al pueblo a levantarse en armas. Estaba convencido de que la guerra había que hacerla como se pudiera y, de ser necesario, «andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios». Todo fuera por ser libres, lo demás no importaba nada.

No mucho tiempo atrás había advertido que, para combatir realmente, debía hacerlo junto a quienes consideraba su gente, sus «paisanos», con los verdaderos “dueños del país». Los españoles, aseguraba, llegarían “para matar a todos los indios, y robarles sus mujeres e hijos. En vista de ello y como yo también soy indio voy a acabar con los godos que les han robado a ustedes las tierras de sus antepasados». Sabía que estas batallas eran una continuación de las luchas anticolonialistas, parte de la resistencia que el pueblo llevaba adelante desde hacía siglos.

Años de combate al frente irían dando sus frutos. Cada pueblo liberado, sostenía, debía decidir su propio futuro. Para 1823 cruzaría por última vez los Andes y pisaría Mendoza, desde donde pediría permiso a Rivadavia para viajar a Buenos Aires y ver a su esposa enferma. Lo hacía aun sabiendo que, si ingresaba a la provincia, lo esperaba un duro juicio por desobedecer las órdenes de reprimir federales. Sin embargo, el pedido fue declinado. En el Gobierno temían que, desde allí, entrase en contacto con los federales y corriese peligro su dominación. El tiempo pasaría y, para cuando logró llegar, ya era tarde. Había fallecido. Así, atacado y difamado por los unitarios, decidió cruzar el océano, dado que su situación económica no daba para más.

Tiempo después, volvería a puerto argentino, pero no desembarcaría: en aquel entonces, llegaría la noticia de que Dorrego había sido derrocado y fusilado por Lavalle. Si bien hubo quienes le pidieron que ocupara un espacio en el poder, San Martín se negó. El que lo hiciera, decía, derramaría sangre del pueblo. Luego, quienes escribirían la historia se encargarían de acomodarla a su placer. En la bolsa de “héroes de la patria” entrarían quienes abolieron la esclavitud y quienes la reestablecieron, quienes dieron su vida y quienes enviaron tropas a morir por beneficios personales, quienes se sentían parte de los pueblos y quienes sentían una invencible repugnancia por los “salvajes de América”. En un continente donde tantas veces se vanaglorian genocidas y se tilda de subversión cuando se combate por justicia, todavía queda trabajo para que cada uno ocupe su verdadero lugar. Lleva su tiempo, pero la ética siempre triunfa.