LA SOCIEDAD EMERGENTE

  • La epidemia de la fiebre amarilla en Buenos Aires |

Domingo Sarmiento había tomado una decisión. Sabía que no había más tiempo que perder y, como presidente de la nación, debía actuar inmediatamente. La epidemia de la fiebre amarilla ya se había salido de control y los casos crecían vertiginosamente. Ese día, el representante del pueblo le comunicó a su vicepresidente, Adolfo Alsina, las medidas a tomar: escaparían de la ciudad dejando atrás a la población. Pero eso no sería todo. Había que evitar que, cuando todo se desbordarse, la gente sin recursos se cruzase con la gente de bien.

Meses atrás, las noticias llegaban a la capital del país. No era la primera vez que se escuchaba hablar de la fiebre amarilla, sin embargo, al igual que lo ocurrido con el cólera de 1867, la experiencia indicaba que los muertos los pondrían siempre los mismos sectores. Para evitar los primeros contagios, el Gobierno estableció que ningún barco proveniente de las zonas afectadas, como Brasil o Paraguay, llegase al puerto. Todo marchó bien hasta que, a fines de 1870, Sarmiento decidió romper un poco las reglas. Con su aval, dos barcos anclaron en aguas argentinas. Uno de ellos, proveniente de Asunción. El 27 de enero de 1871, los tres primeros casos fueron identificados.

A partir de esa fecha, los contagios comenzaron a multiplicarse debido al precario sistema sanitario de las zonas más pobladas –y menos adineradas– de la provincia. Al carecer de cloacas y drenajes, los desechos humanos iban a un pozo negro que contaminaba las napas para desembocar, luego, en el agua que se utilizaba para consumo. Un caldo de cultivo para los mosquitos que transmitían la enfermedad. Pero durante un tiempo reinó el silencio oficial. Se acercaba el carnaval, y las autoridades no querían arruinar las fiestas. Días después, cuando la epidemia dejó de ser solo cosa de pobres, la alarma sonó. Quienes habían negado la enfermedad ahora sí escuchaban los consejos médicos y un periódico titulaba: «Terror».

Para marzo, las 40 muertes diarias pasaban a 200. Por eso, los sectores más enriquecidos de la sociedad decidieron actuar. La solución fue simple: tomar sus cosas y huir. Las residencias fueron abandonadas y muchas familias se mudaron al Barrio Norte. En las viejas mansiones nacían los conventillos, y los sectores olvidados, principalmente inmigrantes y población negra, quedaban a su merced. Fue en ese entonces que Sarmiento dejó atrás la ciudad y, para evitar riesgos, ordenó que el ejército cercase las zonas más afectadas, impidiendo que la población condenada emigrase hacia el seguro Barrio Norte o saliese del territorio. Ahora, un cordón militar protegía la grieta social. Mientras el diario La Prensa tildaba de cobarde al presidente, 15.000 personas fallecían en pocos días. A diferencia de quien lograría acomodarse como uno de los héroes patrios, quienes sí se quedaron poniendo el cuerpo, en muchos casos, lo harían de forma anónima y gratuita. Una pintura de la sociedad emergente.