
- El asesinato de Augusto Sandino |
El capitán Delgadillo apareció corriendo desde la esquina. «General Somoza, ya lo agarramos», dijo mientras recuperaba el aire. Faltaban 17 minutos para las 10 de la noche. En ese momento, Anastasio Somoza, quien sabía que debía obedecer las órdenes recibidas desde Estados Unidos, dudó si era mejor asesinarlo o mantenerlo preso de por vida. Quienes lo rodeaban lo observaron intentando descifrar si tenía miedo a la responsabilidad o era un refinamiento de la crueldad y le recordaron que era preferible acatar a tomar decisiones propias. Al fin y al cabo, el futuro prometía si obedecía.
Cerca de las 6 de la tarde, ese mismo 21 de febrero de 1934, Somoza había citado a 14 oficiales por un “asunto de mucha importancia”. Allí detalló los planes para esa noche, sacó un acta que todos debían firmar dejando constancia de su participación y luego se la entregó a las máximas autoridades. Tras el protocolo, se debatió el cómo. Había que decidir de qué manera matarían a Augusto Sandino. Para aquel entonces, un grupo de informantes venía siguiendo en secreto los pasos del revolucionario. Sabían que, esa noche, asistiría junto a su gente a una cena invitado por el presidente de la nación. Ese sería el momento indicado.
Con el plan en marcha, varios soldados dirigidos por Delgadillo se trasladaron hacia un predio vacío junto a la calle. Allí aguardaron hasta que vieron acercarse el auto en el que viajaba Sandino. En ese momento, un sargento atravesó un coche en el camino y fingió estar inflando una rueda. A su lado, tenía lista una ametralladora. Cuando el coche se detuvo, los uniformados apuntaron. Sandino pediría hablar con el presidente y, ante la negativa, encomendó unas palabras para Somoza declarando su sorpresa dado que este le había expresado su amistad días atrás: «Todos somos hermanos nicaragüenses, y yo no he luchado contra la Guardia, sino contra los yanquis». Pero el plan ya no tenía retorno. Un soldado se excusó diciendo que era orden de un superior y luego procedió a desarmarlo.
A kilómetros de allí, mientras los detenidos eran trasladados a un baldío, Somoza, lejos de las armas, se acomodaba en una butaca para ver un concierto. Los soldados los registraron uno a uno, pero Sandino se negó asegurando que, «si tuviera pistola, ya hubiera disparado». A las 11 de la noche, los militares comenzaron a matar. Los cuerpos fueron llevados a Somoza, quien fue interrumpido durante el show para que corroborara todo. Era el responsable de pasar la información. Luego, serían enterrados en una fosa común. Dos años después, comenzaba la dictadura al servicio de los Estados Unidos, una dinastía que los Somoza sostendrían 42 años. Pero la suerte de Anastasio no terminó como él hubiera soñado. Una noche de 1956, un joven poeta le disparó 5 tiros. El herido dictador lo observó atónito mientras le dejaba lo que serían una de sus últimas palabras. “¡Bruto, animal!”.
