
- Darío Santillán |
Quien anduviera por el barrio podía verlo participando en una toma de tierras o, tal vez, trabajando en la bloquera. Levantando una casa u organizando bibliotecas populares en cada zona que pisaba. Estaba para quien necesitase una mano, la pidiera o no. Para construir un presente distinto, poniendo el cuerpo por un futuro mejor. Abriéndose caminos nacidos como una continuación natural de sus sueños de solidaridad y dignidad, Darío fue armando su lucha. Justamente ahí, donde fue aprendiendo a decir luchando.
Había nacido un 18 de enero de 1981, en el sur del conurbano bonaerense, donde creció en el seno de una familia trabajadora y donde se fue forjando inquieto, indagador y sensible. Con el heavy metal como cortina musical, durante su adolescencia se fue involucrando entre cuestiones sociales y políticas. El tiempo, luego, iría sacando de él esa esencia tan imprescindible de compañero presente, del pibe que nunca deja sola a su gente y que levanta la voz por su pueblo. Que, por sobre todas las cosas, sabe bien que la lucha es una sola.
Para mediados de 2002, Argentina era un hervidero. El hambre resultaba insoportable y la desocupación superaba el 50%. El 26 de junio, en el Puente Pueyrredón, varias organizaciones confluyeron con la intención de bloquear las entradas a la Ciudad de Buenos Aires. Los reclamos estaban centrados en aumentos salariales, subas en los subsidios para los sectores desocupados y alimentos para comedores populares. Pero, una vez más, las fuerzas del Estado se encontraban expectantes para desatar una violenta represión que, al poco tiempo, se convertiría en una feroz cacería.
Aquel día, Darío y el resto de los manifestantes resistieron hasta que decidieron replegarse. Al entrar a la estación Avellaneda, se encontró con Maximiliano Kosteki, un compañero de lucha que agonizaba en el piso. Darío se arrodilló, no lo dejó solo, lo asistió y le habló para mantenerlo vital. Será en aquel momento que, itaka en mano, el comisario Franchiotti y el cabo Acosta levantaron sus armas y los apuntaron. Indefenso, Darío eligió quedarse allí. No iba a dejar solo a un compañero jamás. Bajo la mira del arma, abrazó a Maxi y extendió su mano para que no los mataran. Sin embargo, dispararon. Desde aquel momento, ese pibe de 21 años pasó a ser ejemplo de una generación de militantes forjados al calor de la desocupación, el hambre y la exclusión del conurbano profundo. En la palma extendida de Darío, frente a las balas de los mercenarios del desorden, miles de jóvenes condensarán la historia de un pibe que luchó diciendo y dijo luchando. Esa coherencia que lo hizo eterno.