
- El asesinato del Pocho Lepratti |
Argentina era una bomba de tiempo. La dictadura finalizada en 1983 había consolidado un capitalismo de carácter neoliberal y, tras Alfonsín y Menem, el Gobierno de la Alianza llegaba al poder dando rienda suelta a la fuga de capitales, la deuda y un brutal ajuste programado. Un plan que continuaba su rumbo. Sin embargo, cuando parecía que el país tocaba fondo entre una pobreza e indigencia insostenibles, el entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo, anunciaba una medida que apuntaba directo a los sectores más golpeados. Era el comienzo del corralito. Al poco tiempo, las calles se llenaban de gente y el presidente De la Rúa se preparaba para ofrecer un cóctel de violencia ante el hambre y la desesperación. Una crisis planificada que llevaba tiempo desarrollándose.
La calurosa tarde del 19 de diciembre de 2001, en el barrio Las Flores, Santa Fe, la policía desplegaba una de las tantas represiones que marcaron esos días. Cerca de las 18:00, frente al comedor de la escuela Nº 756, mientras los chicos y las chicas se encontraban dentro, las fuerzas represivas comenzaron a disparar indiscriminadamente. Entre gases lacrimógenos y balas -que suponían en un comienzo que eran de goma-, quienes se encontraban en el interior empezaron a alarmarse. Lo que ocurrió después hoy ya es parte de la memoria popular.
Con las balas cruzando frente a la escuela, Claudio «Pocho» Lepratti subió inmediatamente al techo y le gritó a la policía que dejara de disparar: «¡Paren de tirar, bajen las armas que acá solo hay pibes comiendo!». Sus últimas palabras y la respuesta que obtuvo fueron un claro reflejo de la violencia institucional que se vivía. De la desesperación del pueblo, de la réplica del Estado. Fue el agente de policía Esteban Velázquez quien, tras frenar con el patrullero en el que viajaba, levantó su arma, apuntó y disparó con bala de plomo. Un tiro certero que le perforaría la tráquea y sería suficiente para asesinarlo.
Pocho tenía 35 años, y llevaba tiempo haciendo lo que el Estado nunca hace. Quienes estaban presentes comenzaron a gritar y denunciar el asesinato mientras Velázquez alegaba no haber hecho nada. Luego, como es costumbre, la policía falseó el acta dando comienzo al encubrimiento y impunidad características. El paso del tiempo fue llenando las paredes de los barrios con su imagen convertido en ángel, subido a su bicicleta con la que recorría las calles de su ciudad. Su lucha y su militancia en apoyo a quienes más lo necesitaban no se pudo borrar a los tiros. Eran las dos caras de la sociedad, pueblo y uniformados, en una misma historia: la solidaridad inquebrantable de quienes se entregan por construir un mundo mejor y la miseria de los mercenarios que, cuanto más difícil es la situación, más se olvidan de dónde vienen.