
- El asesinato de Isidro Velázquez |
Era imposible, no podían haberlo matado. La gente comenzó a salir de sus casas al escuchar las primeras voces que corrían por entre las calles de Pampa Bandera. La noticia iba de boca en boca, urgente como ninguna otra en mucho tiempo. Entonces, tal vez, debía ser cierto. Casi como queriendo no creer, tímidamente, una señora preguntó a la primera persona que pasaba por su vereda. La respuesta fue aquello que nadie se animaba a confirmar. Fue a traición, decían algunos; murió en combate, afirmaban otras. Lo único cierto es que, a las pocas horas, ya nadie dudaba. Habían matado a Isidro Velázquez.
Dicen que la mañana del 1º de diciembre de 1967, Velázquez se levantó intranquilo, como si presintiese que algo importante podría suceder. Hacía tiempo que era buscando y, ahora, la Sociedad Rural le ponía precio a su cabeza. Serían dos millones de pesos a quien lo entregase «de cualquier forma o suministre información concreta». Las paredes se llenaron de afiches con su rostro y, reforzando la búsqueda, se le adjudicaron nuevos crímenes para decorar su prontuario. Las carpetas de la Policía estaban repletas de fichas con su nombre, pero nunca pudieron capturarlo. Por más efectivos y armamento que mandasen, siempre lograba escapar. Para la gente, Isidro era un «gaucho rebelde» que esquivaba a la autoridad, robaba a los ricos y repartía entre quienes más lo necesitaban. Una suerte de Robin Hood que poco le agradaba a la dictadura de Onganía.
Esa noche, Velázquez viajaba junto a su compañero Gauna con destino a Machagai. Quienes se habían ofrecido a llevarlos, Leonor Marinovich y Ruperto Aguilar, detuvieron el coche al llegar al puente de Pampa Bandera y bajaron con la excusa de que algo andaba mal en el motor. En ese preciso momento, comenzó la emboscada y Velázquez comprendió tarde que los habían vendido. La lluvia de disparos alcanzó a Gauna, quien, antes de morir, logró herir a Ruperto. Por su parte, Velázquez se abrió paso con su fusil entre la oscuridad. Más de 500 balas y treinta policías fueron necesarios para detener al hombre más buscado. Aun así, herido en una pierna y avanzando como podía, Isidro recorrió 300 metros hasta que los disparos lo alcanzaron.
Si bien el árbol contra el que murió fue talado para evitar que la gente lo visitara, en su lugar se levantó un santuario. En cuanto a los cuerpos, las autoridades los expusieron como trofeos en dos localidades de la zona. No solo había que convencer al pueblo de que su santo estaba muerto, había que advertir lo que pasaba si se tocaban intereses equivocados. El intento de que el entierro fuese rápido y sin velas fracasó. Tampoco lograron los infiltrados averiguar algo más entre quienes lo fueron a despedir. Lo único que pudieron corroborar era algo que ya bien sabían de sobra: muerto el bandido rural, ahora nacía un nuevo santo popular.