
- Agustín Tosco |
Algunas crónicas de ese 6 de noviembre de 1975 dicen que, por la tarde, el cielo se fue encapotando hasta dejar caer las primeras gotas. Que luego de una tenue llovizna, comenzó el granizo. Otras no detallan que haya sido así, aunque no importa realmente. De cualquier modo, es justo creer que, si no ocurrió, debería haber pasado. Esa misma tarde, el desfile fue creciendo hasta hacerse multitudinario. Parecía que toda la provincia de Córdoba salía a las calles para despedirlo. Nadie, pese al clima que se vivía en el país, quería quedarse sin darle su merecido adiós. Hubiese sido una injusticia más entre tantas ya inaceptables. El cortejo avanzaba mientras otras columnas se sumaban. El cielo vio banderas que luchaban contra el viento, rojas, celestes y blancas. Se había ido un hombre del pueblo, alguien que había hecho carne el sentido de dignidad y solidaridad. Se había ido un ejemplo de lo que debía ser el porvenir, el mejor de los nuestros.
Unos años atrás, esas mismas calles lo habían visto luchando junto al pueblo, cuerpo a cuerpo, en lo que sería una de las rebeliones más justas y memorables de la historia argentina: el Cordobazo. Aquel trabajador sindicalista que no creía en personalismos ni directivas sectarias, pero que siempre se encontraba en el frente de las luchas porque entendía que era su deber. «Queremos rescatar los medios de producción», decía, sacarlos de las manos capitalistas y erradicar los monopolios para «socializarlos y ponerlos al servicio de pueblo».
De ideas marxistas, Tosco creía que «todos los que tenemos un concepto de justicia y equidad» debemos luchar a la par para «construir una nueva sociedad que permita al hombre salir de la enajenación». Debe existir solo una clase, repetía, sin «explotados que trabajan» y «explotadores que solo viven del esfuerzo de los demás». En octubre de 1974, el sindicato Luz y Fuerza fue intervenido durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón y, sin opción, debió pasar a la clandestinidad. Mientras tanto, el jefe de Policía lo tildaba públicamente de “criminal terrorista” y la Triple A lo amenazaba de muerte.
Ayudado por su gente, enfermo y cada vez más débil, Tosco se disfrazaba para ocultarse de las autoridades y de los grupos parapoliciales. Así, sin poder recibir la atención médica que necesitaba y hospitalizado con un nombre falso, falleció el 5 de noviembre de 1975. Pese a que era una de las personas más buscadas, la Triple A no solo no pudo encontrarlo, sino que tampoco pudo evitar su funeral. Al día siguiente, más de 20 mil personas se reunirían a despedirlo. Aparecieron patrulleros, uniformados y de civil, y algunos helicópteros sobrevolaban la zona. De repente, las primeras detonaciones. Comenzaron las corridas y los golpes. Se prohibía la prensa y sacar fotos. Allí, en medio de un murmullo que solo las balas parecían atreverse a romper, alguien gritó: “¡El Gringo vive!”. Segundos después, las mismas palabras vuelven a sonar. Ahora, las gritaba el pueblo.