
- Las huelgas patagónicas |
Una carta fechada el 20 de abril de 1920 llegó al despacho del ministro del Interior. Provenía de la Patagonia y llevaba la firma del gobernador Correa Falcón. Decía, con evidente preocupación, que “algunos elementos de ideas avanzadas” habían iniciado una campaña tendiente a “subvertir el orden público en este territorio”. Muy lejos de la poblada Buenos Aires, en tierras que habían quedado en manos de esos pocos grandes favorecidos del genocidio que llamaron Campaña del Desierto, no todo marchaba a placer de sus dueños. El fin de la Primera Guerra Mundial había afectado el negocio, y esos estancieros que eran amos y señores de todo el sur del país no habían logrado que sus cargamentos salieran del puerto. En ese contexto, lo que era “crisis” para algunos se traducía en miseria para el pueblo.
Para aquel entonces, las condiciones extremas en las que vivían las familias ya no daban para más. Los obreros eran sometidos a jornadas de entre 12 y 16 horas diarias y ni siquiera cubrían las necesidades mínimas. Por eso, reunidos en asamblea, los trabajadores -principalmente anarquistas- decidieron llamar a una huelga general para el 1º de noviembre de 1921 si no se cumplían antes sus demandas. Entre ellas, figuraban mejoras en las raciones de alimentos, un sueldo mínimo, descanso los sábados y fin del hacinamiento. Sin embargo, tras días de silencio, el pedido ni siquiera fue escuchado.
A kilómetros de allí, el diario La Nación publicaba sobre el “huelguista malo” y el presidente Yrigoyen ordenaba al coronel Varela llevar algo de la recién estrenada democracia al suelo patagónico. Poco a poco, el ejército argentino fue avanzando en lo que fueron dos meses de persecuciones y exterminio. Cuando la situación ya era más que crítica, se acordó que, si se levantaba la huelga, se terminaría la matanza y se aceptarían las demandas. Pese al discurso cargado de dolor y esperanzas que el peón Soto dio durante una apurada asamblea, tratando de cambiar un futuro que se avecinaba como trágico, hartos de hambre y pobreza, los trabajadores decidieron confiar.
Minutos después, aquellas advertencias desesperadas se hacían realidad: los militares los fusilaron uno a uno y los desaparecieron en tumbas masivas. El último paso sería rastrillar la provincia para “limpiar” la zona de indeseables. Más tarde, llegaría la algarabía de los capitalistas que festejarían el inmenso favor del Gobierno. Era el fin de una huelga histórica donde el pueblo organizado puso la solidaridad y la ética por encima de la explotación. Era, también, un ejemplo de lo que es capaz el poder cuando se lucha por dignidad. Jamás existió autocrítica, ni de radicales, ni de militares, ni de aquellos historiadores que operaron para esconder la verdad. Pero en la historia siempre triunfa la ética, dijo alguna vez Osvaldo Bayer, y hoy esos “caídos por la livertá” son mártires del pueblo. Sus asesinos, por su parte, descansan en el olvido.