OPCIÓN POR LA REBELIÓN

  • La muerte de Camilo Torres |

San Vicente de Chucurí, Colombia, 15 de febrero de 1966. La noticia decía que un sacerdote había muerto en combate en la selva, peleando en la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional. Para quienes nunca habían escuchado su nombre, la información parecía un absurdo; para el resto, era el comienzo de una leyenda eterna. Los testigos con los que había pasado sus últimos días dirán que había pedido combatir a la par de sus compañeros. Lo demás es historia. Su cuerpo no llegaría a los miles de personas que aguardaban para despedirlo en las calles de Bogotá. El ejército lo había hecho desaparecer. Aun muerto, parecía demasiado peligroso.

Años atrás, en medio de un país revuelto entre violencia institucional y demandas sociales, Camilo Torres comenzó a recorrer los barrios para estar junto a quienes el sistema olvidaba y humillaba. Junto a aquellas familias que escapaban del hambre y la represión e iban construyendo nuevos asentamientos a fuerza de trabajo y sacrificio. Para Camilo, se iría gestando una distancia irreconciliable entre las jerarquías eclesiásticas y su pueblo. Estaba convencido de que los mensajes no debían ser solo palabras que rellenasen discursos y fragmentos aislados de la Biblia. Si sabemos que el hambre es mortal, decía, “¿tiene sentido perder el tiempo discutiendo la inmortalidad del alma?”. Amor y compromiso eran solo reales si se ponían en práctica, si se aplicaban para transformar la realidad. Entendía que no basta «simplemente con la beneficencia», sino que es necesario «cambiar la estructura política, económica y social».

Entre el “marxismo y el cristianismo hay una serie de puntos comunes», aseguraba, y poco a poco fue comprendiendo que era preciso unir fuerzas. Solo los sectores populares podrían generar cambios sustanciales. En aquel entonces, perseguido y amenazado, fue buscando espacios mientras se veía obligado a ir cambiando de hogar. Hasta que, un día, nadie supo más de él. El 7 de enero de 1966 avisaba que se había incorporado al ELN, una «base campesina, sin diferencias religiosas ni de partidos tradicionalistas». Había llegado a la conclusión de que, mediante las vías legales, ya no había forma de hacer de la sociedad un lugar más justo: “Yo creo que la eficacia del amor no se logra sino con la revolución».

Aquel día de febrero, igual que el resto, Camilo estaba mal armado. Habían sido largas jornadas comiendo poco y nada, escondidos en la selva. Cuando los soldados del ejército aparecieron, alguien abrió fuego. Era lo que habían acordado. Rápidamente, Camilo saldría de su escondite para buscar el arma de un militar caído. Pero en ese momento, un sargento le disparará y su cuerpo sería secuestrado. Luego, el pueblo pintaría las paredes con su rostro. Su imagen, junto a un fusil y una estrella roja, decorará los barrios que amó. Ya había dicho, alguna vez, que daría todo por el pueblo. Y sería “hasta la muerte”.