ALGO HABÍA HECHO

  • El secuestro y desaparición de Haroldo Conti |

«Esto es una guerra», escuchó Marta. Sabía que había entre 5 y 6 hombres en su casa. Más no. Luchaba por mantener la calma y la capucha no la dejaba más que orientarse por sonidos. «Son ustedes o nosotros, y no vamos a dejar ni las semillas», volvió a sonar la voz mientras ella pensaba en su hija y en su bebé de tres meses. Pocos minutos antes, dos represores discutían quién de ellos se quedaría con el bebé porque «se podía hacer muy buena guita». Luego, recibió un beso. El último que le daría su compañero Haroldo. Escuchó la puerta abrirse, ruidos de cadenas que acompañaban los pasos y el silencio. Rápidamente, comenzó a desatarse.

Para 1975, la Triple A había puesto a Conti en una lista de «agentes subversivos». El escritor llevaba algunos años en el PRT y las advertencias se irían repitiendo una a una, semana a semana. Tenía 50 años y no tenía la costumbre de callarse. Entendía que era su deber denunciar abiertamente cuando se llevaban por delante los derechos del pueblo. Desde ese entonces. había recibido ofertas para exiliarse, pero no hubo forma de que aceptase. «Creo que un trabajador no tiene privilegios en mérito a la función que cumple -dijo alguna vez-, niego esa aureola, esa condición de aristócrata con que se han revestido muchos escritores burgueses».

La medianoche del 5 de mayo de 1976, Haroldo y Marta regresaban del cine hacia su casa en la calle Fitz Roy al 1205. Una patota de la dictadura militar los estaba esperando. Varias personas armadas hasta los dientes y entrenadas fueron necesarias para combatir la voz de Conti. Miles de libros repletos de palabras ardiendo en el fuego con la fantasía estúpida de hacerlo desaparecer y que nadie, nunca más, lo volviera a leer. Sueños y delirios de poder e impunidad. Horas después, para cuando el sol empezaba a nacer en la ciudad, Marta ya se encontraba sola. La rodeaba una casa destruida y, sobre el escritorio de Haroldo, su cartel en latín que decía: «Este es mi lugar de combate, y de aquí no me voy».

Cuando logró desatarse, buscó a su hija y a su hijo que aún se encontraban adormecidos por el cloroformo que les habían puesto los militares. Por cosas del destino, se habían olvidado de llevarse al bebé cuando dieron con un televisor para robar. Tras escapar por la ventana, Marta tomó un taxi y, ese mismo día, fue a los medios a denunciar. Ninguno publicaría nada sobre el tema. Quince días después, los escritores Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato aceptaban una invitación de Videla para cenar en la casa presidencial. Entre los presentes, solamente el cura Castellani se atrevería a preguntar por Conti. Sabato, elegido como presidente de la CONADEP años después, se limitaría a hacer énfasis en el altísimo grado de comprensión y respeto que hubo con Videla ante los periodistas que lo aguardaban a la salida.